acullico. (Del quechua akullikuy). 1. m. NO Arg., Bol. y Perú. Pequeña bola hecha con hojas de coca, que suele mezclarse con cenizas de quinua y papa hervida. Al mascarla se diluyen en la saliva los principios activos del estimulante.
Hola, la tropa:
Hola, la tropa:
Les endilgo esta modesta memoria de Wally a manera de acullico pues, aunque el DRAE no lo dice, al akullikuy allá por mis pagos también se lo usa para rumiar y meditar y pasar el tiempo, además de engañar al hambre, al cansancio, al abandono y a la soledad (que no son la misma cosa pero frecuentemente andan de la mano). La escribí ya hace tiempito, al final de un invierno largo (¿sería en mayo del 1999 ó 2000?) y aciago, lo que, en parte explica pero no justifica ni redime (¡cuitado de mí!) su desangelada sensiblería. Pero como es para pasar el tiempo y rumiar y charlar, aquí va "con verrugas y todo":
Nadie como Wally pa’ arreglar un cerrojo o desatrancar un inodoro. Con un cigarrillo perenne en la comisura de los labios (sumidos en busca de los dientes que ya no estaban ahí, me imagino) un overall de "denim" y la camisa de franela a cuadros, Wally enarbolaba y manejaba esa ventosa de goma con mango que aquí se llama plunger y que se usa en los inodoros, con la seguridad y la gracia de un maestro de esgrima (siempre me ha maravillado la eficacia de este artilugio; ¿cómo --digo yo-- una cosa tan simple, puede resolver un problema tan engorroso y delicado como el de un inodoro que no funca, convertido en una especie de pecera con sospechosos huéspedes nadando entre algas de papel higiénico?). Wally llevaba el resto de sus herramientas como si fueran pistolas, en un estuche o cartuchera sobre las caderas: un conjunto de destornilladores, llaves, alicates y martillos, que cascabeleaban al ritmo de su viejo paso de cowboy. Su compañero indispensable era Bo (apócope e hipocorístico de "Beauregard"), un perro lanudo y atorrante que cometía los tres pecados capitales de la pereza, la gula y la lujuria con entusiasmo y dedicación (practicaba los dos primeros constantemente, y el tercero, siempre que la ocasión le deparaba una inocente y descuidada pierna a su alcance) y la incompresible virtud de hacerse querer por todos los que se cruzaban en su sendero de perro. Bo no tenía ninguna gracia; no sabía (sospecho que sabía, pero no le daba la perruna y real gana de hacerlo) dar la mano, ni hacerse el muerto, ni pedir comida erguido en las patas traseras, ni nada de esas monadas que saben hacer los perros y que fascinan a las señoras gordas y a los niños. Era, eso sí, un pendenciero y un atorrante irremediable. La otra virtud de Bo, y creo que ésta era la que lo redimía en los ojos y el corazón de Wally, era su paciencia para escuchar a su amo. Bo tenía esa cualidad --muchas veces fingida en mis congéneres-- que se llama "prestar atención", y en él creo que era absolutamente sincera. Bo sabía escuchar. Bo se podía convertir en un momento, y de húmedo hocico a cola levemente meneada, en una oreja peluda y atenta. Y a Wally le gustaba hablar; mama mía, ¡cómo le gustaba hablar!... De modo que en Bo y Wally se encontraron, como dicen, el hambre y las ganas de comer.
Entre otros innumerables y diversos temas, Wally hablaba de su estadía en Cebú durante la Segunda Guerra Mundial y, más de una vez, bajo la atenta mirada de Bo, Wally sacaba del bolsillo trasero de su overall una billetera vieja para mostrarme la ajada foto de Aurora Carbonell, su noviecita filipina. Wally y Bo siempre andaban en afanes y faenas por el edificio de departamentos donde vivo; arreglando cerrojos, cepillando puertas que --hinchadas por el calor o deformadas por la humedad-- no se podían cerrar, reparando termostatos y, ¡oh maravilla!, desatrancando inodoros. Y fue Wally que, con la ayuda de una escalera, una ventana trasera y el apoyo moral de Bo, abrió las puertas de mi hogar cuando, una vez, yo regresé de las orillas del Misisipí después de tres días de jolgorio en un barco casino de esos que enarbolan chimeneas altas y llevan ruedas enormes a los costados, donde, entre otras cosas, yo perdí el control, una suma considerable de guita, la vergüenza y las llaves de mi departamento. El miércoles pasado por la mañana, cuando me fui a la universidad, dejé a Wally empeñado en no sé qué afanes en el techo del departamento de mi vecino. Cuando volví, por la tarde, me enteré de que Wally había alzao las pilchas y se había mandao a mudar a la otra vida a cepillar las puertas de San Pedro y a destrancar la perfumada mierda de los ángeles de los inodoros celestiales. Un súbito ataque al corazón había dejado a Bo sin compañero y a muchos de nosotros sin un amigo y un ameno contertulio (bueno, más que contertulios, nosotros, y aquí incluyo a Bo, éramos audiencia).
Bo ha desaparecido desde ayer. Ya no anda por aquí, y ya no anda, como lo vieron el jueves pasado, merodeando por la funeraria donde, en un ataúd cubierto con una bandera yanqui y vigilado por la sobria mirada de algunos enjutos veteranos de la Segunda, el cuerpo de Wally esperaba la misericordia del crematorio. Espero que Bo decida volver a la vecindad donde vivo para que yo pueda conversar con él y él hospedarse conmigo. Me lo imagino por esas calles de Dios pensando en Wally y buscando el paisaje de invierno que se fue con Wally, con esos enormes ojos marrones, con esa nariz húmeda y curiosa, con esa mirada que te hace sentir que no estás solo y que lo que decís es digno decirse y, mejor aún, digno de escucharse. Ese es el estilo de Bo...
Mirá lo que son las cosas; había empezao esta digresión en este fin de semana en que aquí se recuerda a los veteranos de guerra ("Memorial Day" es el lunes), con la intención de escribir alguito sobre Wally, pero acabé pensando y hablando de Beauregard. Será que Bo y yo somos compadres en la soledad. Será que los que nos quedamos atrapados en este inodoro gigante, en esta vida de perros --como Bo y yo-- somos menos afortunados que los que --como Wally-- se mandan a mudar a prados más verdes o a la negra e infinita nada que, al fin de cuentas, sale a ser la misma cosa.
Publicado en Punto ciego, Buenos Aires, mayo de 2001.
(El Chafa lo escribió por última vez el 22 de octubre de 2003 en "La taberna del Buda").
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