De niño yo tuve la buena ventura de ver nacer un trompo del corazón de un naranjo...

Una vez, por ejemplo, una tía gorda y olorosa a jabón Palmolive me trajo de uno de sus frecuentes viajes a Tartagal una redecilla amarilla llena de bolitas multicolores y flamantes. Entusiasmado y optimista con mi regalo, yo traté de iniciar un "tiempo de bolitas" entre mis amigos y compañeros de escuela. La cosa no funcó, por supuesto; yo estaba --sin saberlo-- tratando de romper una de las reglas inescrutables que regían los tiempos, y estas reglas ordenaban ceremonias y rituales pertinentes.

El tiempo de trompos exigía otras demandas y --sobre todo-- la ineludible y habilidosa intervención de don Tiburcio, tornero viejo y desdentado que tenía su taller en la remota calle Ancha, no muy lejos del camal municipal.

No tomó mucho tiempo pa' que don Tiburcio, con un cigarro anisao colgado de su boca desdentada, aprobara la ofrenda y, bajo la magia de sus manos y el sudor de mi frente, el olor del naranjo y su canción de madera herida se materializaron en un hermoso trompo. Ese tiempo de trompos fue para mí el mejor de todos, y creo que el más corto, casi efímero.
Otra cosa impredecible de "los tiempos" era que desaparecían --como habían llegado-- súbitamente, sin perceptible síntoma, y te abandonaban sin previo aviso; como el amor de juventud, má o meno. Una noche, sin embargo, con amarga dulzura percibí que ese tiempo de trompos no iba a amanecer con el sol del día siguiente. Se había acabado para siempre. Me di cuenta de ello, después de acostarme y apagar la luz, cuando, iluminado por la luna chapaca, vi mi trompo reclinado en mi mesita de noche, cónico y callado y con un clavito clavado en su centro como el corazón blanco de mi infancia. (El Chafa, publicado en noviembre de 1997 en http://www.puebloindio.org/el_Trompo.htm).
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