___________________________________________________________ Canal CONCIERTOS Irene Fernández

Próximo concierto en vivo "online": Sábado, 31 de mayo de 2014, desde la Almazara de Paulenca (Guadix), 22:00 h (hora peninsular) __________________________________________________________
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jueves, 1 de marzo de 2012

Donde quisiera estar (CHAFA)

Donde quisiera estar si no estuviera donde estoy

(Deudor soy, por el título de estas añoranzas a: Lo que me gustaría ser a mí si no fuera lo que soy, de César Bruto, citado en el prólogo de Rayuela del hermano y Cronopio Mayor Julio Cortázar).

Si no estuviera donde estoy, yo...

Quisiera estar en una umbrosa y fragante quinta de una íntima esquina de ceibos y Santa Ritas del barrio de «El Molino» cuando la fragancia de los jazmines se entrevera con el aroma del asao y las ilusiones y desilusiones vuelan desde el culo de la taba hasta las caderas de las guitarras.


Quisiera estar en la sala de mi casa solariega y asoleada, llena de ventanas, desde donde dos amigos y yo atisbamos a la Cuquila, la Anita y la Charo que balconean, sonríen y se ruborizan en los balcones y entre los alfeizares y las palomas de la casa vecina porque saben que nosotros las estamos atisbando y pensamos invitarlas a la fiesta de año nuevo.

Quisiera estar entre las macetas del patio anochecido de mi tío Luis Echazú con mis compadres Antón, Robertito Echazú, Oscar Alandia, los Édgares Ávila, Los Cantores del Valle, la Maritza, la Emita, y la María Angélica, que con su voz de durazno y su presencia de luciérnaga, me persuade a tomar menos vino y me instiga a comer más humintas.

Quisiera, en una de esas tardes de diciembre y arco iris, estar sentao en un banco de la plaza donde el sol se demora un poquito más y se sienta a descansar antes de despedirse del día e irse a acostar tras del Chijmuri entre sus recién lavadas sábanas de nubes blancas.

Quisiera, camino al mercado de mañanita a comprar pan, tropezarme con la adoración chapaca de un Niño Dios callejero, que me deje el aroma de sus nardos y el eco de su bombo en el corazón.

Quisiera estar metiu hasta el gaznate y el alma en el agua elemental de mi río, sangre y semen de mi valle, cuando hinchau y macho, pasa por el pueblo trayendo y llevando las lluvias de diciembre, las raicillas de La Vitoria, las amancayas de Erquis, las quirusillas de Sella, las tonadas de año nuevo, las lágrimas de mil sauces llorones y el bendito y fecundo barro de mi tierra.

Quisiera estar, la mañana de año nuevo, badulaqueando por el barrio de «San Roque» buscando amor que no tenga dueño, y parar en lo de doña Felipa Trujillo a comer un ají de patas y a tomar una pata ‘e cabra pa’ mantener a raya al chaqui y dar pábulo a la conjetura, los chismes y la censura de las respetables madres de nuestras amigas y novias.

Quisiera estar en la villa de San Lorenzo, una
mañana de Pascua Florida, enredao en coplas y trenzas, mientras con esfuerzo y entereza me tomo otro vaso de vino y, pa’ mis adentros, me digo: «a estas alturas, ¿qué le hace una raya más al tigre?»,
sabiendo que lo voy a lamentar para siempre entre la sed, el calor, y el increíble dolor de cabeza del chaqui vengativo a eso de las diez de la mañana. Quisiera, al pasar por una de esas peluquerías de mi pueblo, abiertas a la calle, a la mañana y a la vida, escuchar desde la radio al maestro Falú cantando:

Algarrobo, algarrobal
cuando florecen tus ramas
me dan ganas de llorar
Me dan ganas de llorar
seña que viene llegando
el tiempo del carnaval...




E irme a almorzar a mi casa presintiendo en el aire y en la lengua la chapaca picardía de la quilquina y la diablura de los ulupicas.
Eso quisiera, pero es al cuete y me quedo pensando que otra vez florecerán las ramas de los algarrobos en Tarija, mientras cae la nieve en Iowa City…

Bézoz a tódoz

Chafallo
(19 de mayo de 2011)

Muchas de las fotos son de Sergio Javier Ruiz Ballivián.
.

lunes, 20 de febrero de 2012

Mi plaza (CHAFA)

Zoco se llama en Toledo, o zocodover. En la ciudad de México le dicen el zócalo. Viene el árabe «suq», que quiere decir mercado. En Toledo, el zoco es un mercado, en México D.F. el zócalo es la plaza de armas. Los árabes, que tenían fuentes y patios bellos, como todo el que ha tenido la dicha de visitar la Alhambra lo sabe, no sé si tenían plazas. Tenían bazares y mercados y allí, además de comprar, vender y regatear, se iba a conversar.

En la villa de mi valle se iba al mercado a comprar recao, a comer saice, a tomar raspadillos y, por supuesto, a conversar. Las mochas de casa grande (¿quedarán algunas?) con la cara bien lavada y con los delantales limpios, conversaban en el mercado, de mañanita y agarradas del dedo meñique. Nosotros al mercado también lo llamábamos recova que viene del árabe «rakuba» (de donde también viene «recua»).

La plaza, me im
agino, es una invención universal como el pan y, como el pan, tiene diferentes sabores y funciones en diferentes partes el mundo. Los griegos, que siempre andaban callejeando, y a menudo conversando, se juntaban en el ágora que era la plaza pública. Los romanos tenían el foro y ellos fueron los que nos dieron el nombre de plaza («plattea»: calle ancha). Los españoles, que heredaron de los romanos y de los moros buenas y malas costumbres, nos trajeron la plaza como la conocemos hoy en muchas villas de nuestra América. Sería que primero la plaza fue un lugar para aposentar a la soldadesca y plantar la bandera y se llamaba la plaza de armas (aún se llama así en muchos lugares), pero después la plaza se hizo el centro y el alma de las villas y, alrededor de ella, se edificaron las catedrales, las audiencias y las casas solariegas.


Mi infancia y mi juventud están inextricablemente ligadas a mi plaza. Por muchos años la plaza Luis de Fuentes y Vargas fue la primera cosa que veía al despertar y la última antes de dormirme.

Era como mi patio, pues la casa solariega estaba en la esquina y siempre con sus puertas y sus balcones abiertos a la plaza. Pero yo no era la excepción; todos los tarijeños de entonces tenían un apego casi obsesivo a la plaza. No conozco plaza más querida, más usada, más acogedora, que la plaza de Tarija. Es que en la plaza, bajo sus palmeras y la ciega mirada de bronce de los angelitos culones de su fuente, ocurrían todas las cosas trascendentales de la vida. Uno, de chico, aprendía a dar sus primeros pasos allí. Después mayorcito, pasaba orondo y marcial en el primer desfile patrio, bien peinao y prisionero en la corbata nueva y el mandil almidonao. Más tarde, las dichas y las penas del primer amor manaban desde los ojos de una muchachita que, como la fuente, se encontraban en la plaza: allí era donde nerviosamente se musitaba la primera declaración de amor (¿todavía se «declaran» los jóvenes? ¡Ojalá que sí!). Y con suerte, después del consabido «lo voy a pensar hasta mañana», en un banco de la plaza, entre el olor de los azahares y la complicidad de las palomas, se ensayaban los primeros besos furtivos.


Era en la plaza donde dábamos el último adiós a la novia de vacaciones o donde la veíamos regresar con el olor de las lluvias y el color del verano en la piel. Allí planeábamos las serenatas y allí se desbocaba el carnaval en una algarabía de cuecas esquineras. Y también en un banco de la plaza (quizás el mismo de los primeros besos) o dando las innumerables vueltas vespertinas la ingrata, ¡amalaya!, nos decía: «es mejor que quedemos como amigos»...

Después del verano, la plaza se quedaba tranquila, callada y un poco solitaria. Era más nuestra entonces, y más íntima. Era grato, gratísimo, sentarse en uno de sus bancos a tejer nuestras ilusiones con el humo del cigarrillo compartido: era como dormir

entre sábanas limpias o el olor del pan tempranero. En las esquinas del otoño, doña Jacinta —reina entre sus canastas sapas— se instalaba a vender vasos de maní, naranjas y limas de oro y ajipas enormes y coludas, como las ratas que tenían la fortuna y el buen sentido de vivir en las palmeras de la plaza, robustas y saludables en una generosa dieta de dátiles.
En la plaza se concertaban los negocios más recónditos y las intrigas más oscuras, y se comentaban las noticias más triviales y las más trascendentes. Los entierros más solemnes y las revoluciones más remotas pasaban por la plaza. Las procesiones de rigor, la Dolorosa y su Hijo, la noche del Jueves Santo sangrantes y contritos, o radiantes y renovados bajo los arcos perfumados que los chapacos traían de la vega, la mañana del Domingo de Pascua, pasaban por la plaza. El santo patrono San Roque, flotando en un río multicolor de chunchos, bajaba desde su iglesia hasta la plaza cuando la primavera de setiembre explotaba entre los jacarandás, las camaretas y los hermosos ronquidos de las cañas chapacas. Las retretas de los jueves y domingos, y las colegialas con sus cuadernos abrazados sobre el pecho (así solían andar las colegialas), como protegiendo la promesa de su virtud, pasaban por la plaza... Y en los bancos del oriente de la plaza, los patricios tarijeños se sentaban a despedir al sol que, apacible y tibio como sus vidas, se perdía en el horizonte tras la cuesta de Sama.

Yo he visto muchas plazas en mi vida de gitano: grandes y famosas; pequeñas y triviales. Plazas polvorientas con un solo árbol desterrado y plazas llenas de robles y ensordecedores trinos. Plazas con niños y payasos, con globos y perros, con campanas y palomas. Las he buscado y visitado minuciosamente en todas partes. Ya no más. Es inútil, porque me di cuenta que andaba buscando algo que no podía encontrar.
Les andaba buscando el alma.


Bézoz a tódoz.

(El Chafa, año 2000, aprox.)

Casi todas las fotos proporcionadas por Sergio Javier Ruiz Ballivián

jueves, 14 de octubre de 2010

El templo del saber (CHAFA)

--Ruiz Ávila, dé un ejemplo de una oración con sujeto y predicado.
--«La escuela es el templo del saber».


Y yo, que podía haber dado otros y múltiples ejemplos diferentes y menos manidos, siempre caía en el clisé «La escuela es el templo del saber« u otra simpleza semejante como «La vaca es un animal doméstico». Y lo hacía porque mis compañeros de curso lo hacían, y el maestro o maestra (cura o monja generalmente) no nos pedía otro ejemplo menos trillado sino que nos llamaba a la pizarra a que lo escribiéramos e indicáramos cuál era el sujeto y cuál el predicado y el verbo y el sustantivo y el adjetivo y yada, yada, yada.

Y digo que yo podía haber dado otros y múltiples ejemplos diferentes y menos trillados porque desde chico, y como para compensar mi ineptitud para los juegos de changuitos de competencia física, fui aficionado a la lectura y a la danza de las palabras. Los juegos de changos --con la excepción del fulbo que me gustaba mucho y que, sin ser de los mejores jugadores, no era de los malos--, me amedrentaban, no me gustaban y en el mejor de los casos, cuando participaba en ellos, yo era un chambón irremediable. Juegos de patio de escuela o calle del barro como «Troya» en el que un muchacho se cabalgaba al cococho o a cuestas de otro, a modo de jinete y, entre muchos jinetes y caballos, trataban de desmontarse a jalones y empujones y pechazos hasta que quedaba una sola pareja (caballo y jinete) de pie e invicta; «Rango y mida» o «Metapaso», juego en el que yo no podía saltar ni el salto más fácil «dos palmadas». Había varios tipos de saltos: «dos palmadas era el más simple; había salto inglés y salto alemán; inglés puro y alemán puro. Sin manos; patada, culazo y lapo que, como su nombre lo indica consistía en dar un taquito, un culazo y un chirlo al muchacho agachado o burro antes de terminar el salto, y otros más complicados y difíciles, que escogía y anunciaba el capitán, quien había ganado su título y autoridad antes de empezar el matapaso, por haber saltado más lejos que todos los otros muchachos, desde una línea marcada con tiza en el suelo. Él también era el primero en saltar, lo que lo favorecía en saltos más complicados como el trencito que era un salto donde varios muchachos después de saltar se ponían al lado del que hacía de burro, de burros también, y el último saltador... bueh ya se acordarán ustedes. Y «Los que quieran prendansén» que ya evoqué antes creo que en esta grata taberna o en otro local que solía frecuentar. En esa ocasión doña Irene nos dijo que ella lo jugaba también y se llamaba «el látigo» como se llama en inglés como pueden ver ut infra.

Bueno, la cosa es que estaba pensado cómo yo, que podía hacerlo mejor, sucumbía voluntariamente a decir lo que generalmente los otros chicos decían, y zampaba mi consabido «La escuela es el templo del saber» u otra simpleza por el estilo, y no me dejaba persuadir fácilmente por los mismos chicos a que jugara Troya, el rango y mida o Los que quieran… Sería que ofrecer las oraciones ajetreadas y gastadas como billete e’ uno no me raspaban las rodillas ni me rompían las costillas ni me recalcaban el cogote y no exigían que mi ‘amá acudiera a la amonestación y a la ubicua antiflogistina.




pídola.
1 f. Juego de muchachos en el que uno salta por encima de otro que está agachado.

Mil y un nombres del juego de pídola
INFORMANTES DIVERSOS

ENVIADO POR: Julio Ángel Herrador (Universidad Pablo de Olavide, Sevilla)

Nombres recibidos en España

Agache
A la una, mi mula
A la una pica la mula
A la una, la mula
A las una salta mi mula
Araña
Borriquete
Bota la mula
Brinco
Brinquitiburro
Burranca
Burrito
Burrito Ventiuno
Burro
Burro 16
Burro bala
Burro castigado
Burro corrido
Burro diez y seis
Caballo
Canguro
Carga la burra
Carreras a Pídola
Catorce lo perdí
Cero te brinco por chapucero
Cigüeña
Correcalles
Correcaminos
Dola
Dólar
Espolique
Fil derecho
Nuevo-pico
Juego del quince
Jugar a caballito
Jugar a la taberna
Jugar al va burro
Juego del paso
Bombilla
Viola
Lingo
Macho
Mataculo
Mesa
Metapaso
Mide
Mi mula
Mula
Nache
Nacla
Omblígate
Pagar y palmarilla
Panda
Pendola
Pía
Pía maisa
Pídola
Pídolapiola
Píndola
Piola
Pique repique
Potro
Rana
Rango
Recorrecalles
Salta cabrilla
Salta palpo
Saltaborrego
Saltaburro
Saltacabrilla
Saltar al burro
Saltar al potro
Salto al burrito
Salto al burro
Salto al compañero
Salto de lomo
Salto de mula
Salto de pilonets
Salto de rana
Salto del burro
Salto del carnero
Salto de cordero
Salto del conejo
Salto del potro
Salto y paso
Sinada
Toribio
Trotamundos
Una mi mula
Viola
Zapito

Resto del mundo

Cabra-Cega (Brasil)
Saltar i parar (Andorra)
El rango y mida (Argentina)
Springe buk, springvis fremrykning (Dinamarca)
Haasje-over (Holanda)
Saute-mouton (Francia)
Bockspringen (Alemania)
είδος ομαδικής παιδιάς (Grecia)
Cavallina, giocare alla cavallina (Italia)
De pular carniça (Portugal)
перепрыгивать (Ruso)
‏(الاسم) قفزة الضفدعه, لعبه القفزيه (فعل) يقفز كالضفدعه, يتقدم (Arabico)
קפיצת



Bézoz

(El Chafa en La Taberna, 14 de octubre de 2010)

Noche de Reyes (CHAFA)

Esto la mandé a otra lista hace tiempito ya; como aquí hay campo de sobra, se los endilgo aunque sea pa' hacer bulto o pa' romper los quinotos. Sea lo que fuere, aquí va. Y saludos:

Este tango de ut infra era uno de los favoritos del repertorio de mi madre (y el repertorio de mi madre era extenso). Lo cantaba bajito con «su voz de alondra» por los patios, las galerías y los aposentos de la casa mía (QEPD), hasta ahora no sé por qué le gustaba tanto. Sería por lo truculento y melodramático. Esas cosas truculentas y melodramáticas gustan a la gente. A lo mejor tenía que ver algo con mi tía Isabel que, a pesar de que (o quizás porque) tocaba el piano y cantaba muy bien, se casó con un viejo rico que se la llevó a Buenos Aires donde murió, no sé si entre hojas de música en la penumbra de su salón con piano de cola y las hojas de Eva de sus macetones sobrios, o de tuberculosis o de maldeamores o de malmaridada, pero murió joven y, en mi casa, no se hablaba mucho de la causa de su muerte. A lo mejor, pensaba yo, algo sórdido como eso del tango de la noche de Reyes causó su muerte… que querés que te diga: los chicos se imaginan o inventan cosas cuando no tienen mucha información para satisfacer su curiosidad o su congénita perversidad. Pero bue… Una de las cosas que extraño o echo de menos por acá es esa costumbre que llenaba de cantos y músicas y tarareos y silbos la casa de mi juventud. Todos sus habitantes (con la excepción de los gatos que siempre se portaban como gatos) cantaban algo o tarareaban algo siempre o casi siempre; cocinando, regando las plantas, planchado la ropa, jugando al truco (además de los otros cantos de truco, claro) la gente y los animales era un grupo de individuos cantores o silbadores. Y eso era por todas partes. Por ejemplo, la Yola Raña Gaite, una vecina de allende los techos rojos y las paredes blancas y de ojos negros y claveles y labios rojos, cantaba muy bien y, desde que Dios echaba el día al mundo, ella, con toallas a la cabeza y pantuflas en los pieces se movía entre su jardín y su alambre de colgar ropas envuelta en corridos y pasodobles y tangos y zarzamoras y flamencos del colmao y bien pagás. Es la pura; y era muy lindo verla y oírla. Aquí no canta nadie… será que los estúpidos CDs con los estúpidos raps o la estúpida televisión con el estúpido MTV y los estúpidos y ubicuos Boom Boxes y I-Pods han reemplazao la alegría y la pena y la oportunidad de cantar que tenía la gente de mis pagos. ¡Joder!

NOCHE DE REYES (1927)

La quise como nadie tal vez la haya querido
y la adoraba tanto que hasta celos sentí.
Por ella me hice bueno, honrado y buen marido
y en hombre de trabajo, mi vida convertí.
Al cabo de algún tiempo de unir nuestro destino
nacía un varoncito, orgullo de mi hogar;
y era mi dicha tanta al ver claro mi camino,
ser padre de familia, honrado y trabajar.

Pero una noche de Reyes,
cuando a mi hogar regresaba,
comprobé que me engañaba
con el amigo más fiel.
Y ofendido en mi amor propio
quise vengar el ultraje,
lleno de ira y coraje
¡sin compasión los maté!

¡Qué cuadro compañeros, no quiero recordarme!
Me llena de vergüenza, de odio y de rencor.
¡De qué vale ser bueno! si aparte de vengarme
clavaron en mi pecho la flecha del dolor.
Por eso compañero, como hoy es día de Reyes,
los zapatitos el nene afuera los dejó:
Espera un regalito y no sabe que a la madre
por falsa y por canalla, ¡su padre la mató!


Letra de Jorge Curi.
Música de Pedro M. Maffia.

(El Chafa, 16 de septiembre de 2010, en La Taberna del Buda)

domingo, 9 de mayo de 2010

Una sardina (CHAFA)

Un amigo y paisano mío me mandó un libro que una tía suya le dio en Tarija para que me lo hiciera llegar. Se trata de Motivos campestres: poemas, 2da. ed. 1977, de Nivardo Aguirre Lema.

Este libro y su autor se merecen una sardina, y quiero explicar por qué:

Una vez, de chango, encontré medio olvidao en un cajón de escritorio un pequeño juego de ajedrez que mi tío, el General, había labrao de madera de guayacán muchos años antes y cuando, en vez de balas y granadas, una garuita perenne caía en las trincheras del Chaco. Mi tío, pa' hacerme olvidar la pena y la soledad de una orfandad reciente --y quizás pa' recordar sus treinta y dos momentos de sosiego en la campaña-- me enseñó a mover las piezas y a dar el triunfal jaque mate. Después de que aprendí este juego, empecé a ejercitarlo ávidamente, pero mis primos, más interesaos en los contoneos de las hermanitas Marinoni (hijas del Ingeniero Jefe de la Comisión Mixta Vial Argentino-Boliviana) que en las movidas en amartillados saltos del caballo o las oblicuas intrigas del alfil, me dejaron sin nadie con quien jugar.

Por ventura, pronto descubrí el salón de billares en el tercer piso del Club Social "Tarija", donde había tres hermosas mesas de ajedrez con tableros de vidrio y patas que terminaban en una garra de águila aferrada a una bola. Y, hablando de garras, recuerdo muchas mañanas cuando yo me subía al tercer piso del Club, despacito y taimao pa' que León (de verdad, así se llamaba), el mozo calvo y regañón que dormitaba cerca de la puerta principal del Club, no me agarrata en las suyas. Cuando alcanzaba la seguridad silenciosa del tercer piso sin incidentes, me escabullía a la soleada soledad del salón y allí, frente al tablero, me ponía a analizar partidas o a imaginar estrategias y movidas.

Una de esas mañanas, un profesor de Literatura del liceo de señoritas, muy aficionado a las damas (la ambigüedad es intencional) y amigo del ajedrez, subió al tercer piso a reclamar la posesión de un olvidado cuaderno, creo, y me encontró, o mejor, me sorprendió sentao frente al tablero. Después de amonestarme profesorilmente por mi clandestinidad (el Club y el salón estaban reservados para socios), me llevó y me dio entrada a la especie de club político, social y de ajedrez que funcionaba en la tienda de Juan Choque, en la Casa Dorada y en plena esquina de las calles Gral. Trigo y 15 de abril. Ya ni me acuerdo qué vendía don Juanito en esa añorada tienda; ¿serían repuestos para automóvil? No sé... la cosa es que detrás de la puerta, y en un rincón más bien amplio, había una mesita con un tablero y unas cuantas sillas desiguales donde se sentaban los ajedrecistas y los mirones. Frecuentemente había otros mirones de pie, detrás de los principales, comentando, pitando, o esperando su turno pa' ocupar una silla. Eran como siete u ocho los regulares, además de unos visitantes esporádicos que caían de vez en cuando: el anfitrión, por supuesto, era Juan Choque (de quien una tía mía juraba no comprender "cómo un hombre tan bueno y tan caballeroso como él podía ser movimientista") que, además de ajedrecista empedernido, era prominente guitarrista de "La estudiantina", conjunto de musiqueros que aparecía en público cada 21 de septiembre y que lo integraban, entre otros, don Juan de Dios Sigler en la mandolina y, creo, don Carlos de la Serna en la guitarra segunda. El profesor de Literatura aficionado a las damas y otro de Geografía con perfil de loro y el sonoro nombre de Cástulo Paz Anes, formaban el frente docente sindical. Nilo Soruco y sus hermanos Firmo y José estaban en el sector de izquierda progresista, y un señor de cejas hirsutas y de apellido Figueroa, comerciante minorista y movimientista como Juan Choque, constituía el sector oficialista y mercantil con el dueño de la tienda. El otro miembro del sanctasanctórum y, para mí, uno de los más interesantes, era don Nivardo Aguirre Lema, hidalgo tarijeño, terrateniente modesto y esforzado, espíritu independiente, y poeta de exquisita sencillez.


Los ajedrecistas que conozco tienen por costumbre repetir gestos peculiares o musitar reiteradamente ciertas frases específicas mientras aguaitan la jugada de su oponente o piensan ejecutar las suyas; los que conocí en la tienda de Juan Choque no eran la excepción y, cada quien y cada cual, usaba una muletilla, o un gesto o un tic, que lo caracterizaba y que, a veces, lo ayudaba a desconcertar a su rival: "¿Cuántos pares son tres botines?", decía uno; "Cuando el changuito es panzón, es al ñudo que lo fajen", decía otro; Nilo Soruco tamborilleaba los dedos en el tablero y tarareaba quizás el germen de las cuecas que lo iban a hacer famoso años después. O decía: "¡Ay..., alcalde, que me llevan preso!..." (este dicho tenía, además de su elemento de sonsonete, y gracias a la eficiencia de un collita de cara esquinada, de pelo rebelde y de apellido Cata que era teniente de carabineros y jefe de lo que entonces se llamaba el "Control Político", un frecuente toque de realidad para Nilo).

Por su parte, don Juanito, antes y después de cada movida, emitía una especie de graznido entre ahogado y soprano, y movía la cabeza como un gallo encandilao, mientras refregaba el dedo mayor con el índice, agitándolos rápidamente en un gesto de mosca o mariposa. Nivardo, sentao tranquilo y noble, con la pierna cruzada de manera que dejaba ver la canilla blanca entre el elástico del calcetín y el comienzo del botapié, y el humo de su "Astoria" perfumando el tablero (el olor a tabaco negro lo tengo presente en la memoria y, de vez en cuando, trato de recuperarlo en la realidad con un atao de "Galouises"), decía de rato en rato: "Ejem... ¡mire, mire, mire, amigazo!... ¡se merece una sardina...!". "Por Diosito, aparcero, ¡esa sí que se merece una sardina!". "...¡Otra vez una sardina pa uste', cumpita!...", y así, dale con la sardina.

Bueh... eso de "¡Ay..., alcalde, que me llevan preso!" o "¿cuántos pares son tres botines?" o "agarrate, Catalina, que vamos a galopiar", tenía más o menos cierta relación con las vicisitudes del juego y, según entiendo, era como decir "¡cuitado de mí!", o "¡¡amalaya!!" o "ahí te quiero ver" u otro lamento o fanfarronada similar, pero ¿"...se merece una sardina"?...

Así que una tardecita de esas, intrigado e insistente, yo le pedí a don Nivardo que me explicara esto de la sardina (yo era pendejito entonces, y aparte de jugar al ajedrez conmigo, los miembros de este venerable club no me llevaban el apunte mucho; la excepción eran Nivardo y Nilo, que siempre me hacían preguntas o, de otra manera, me hacían partícipe de la tertulia, aunque esta fuera poca, incoherente y repetitiva, siendo, como era, que todos o la mayoría andaban con las narices colgadas sobre el tablero o metidas en las tribulaciones y los triunfos de los contendientes).

Bueno, la cosa es que esa tardecita no había mucha actividad en el tablero, poca en la tienda y casi ninguna en la calle; estaba lloviznando desganadamente afuera y, adentro, el ambiente invitaba a una anécdota o a una confidencia; don Nivardo carraspeó un poco pa' aclararse el gaznate y, pa' llenárselo otra vez de alquitrán y humo espeso, encendió un "Astoria" y empezó a decir ma' o meno': "Mire, Chafallito (me trataba de uste', no por respeto, sino por afecto; yo a él, por las dos razones), como uste' sabe, yo tengo una finca en Iscayachi, y allá, el trabajo --como todo trabajo de campo-- es duro pero lindo y noble. Hay ocasiones en que yo solo no me doy abasto, y tengo que recurrir a la fuerza y la buena volunta' de los chapacos de estos lares; les pago, claro, pero la faena es difícil y ardua y, por mucha volunta' que uno le ponga, la cosa se hace cuesta arriba: hay zanjas que vacar, pircas que apilar, corrales por construir, ovejas que juntar, maarcar y curar; domar caballos, en fin, es una de nunca acabar... así que los peones a veces desfallecen y flojean un tantito, y la coquita y el pisco, aunque ayudan en ocasiones, no alcanzan ni llegan hasta donde yo quisiera que llegaran... Pero fíjese, aparcero, que un día especial de esos que nos da el Señor, yo encontré la solución pa' mis faenas (exactamente cómo y cuándo la encontró, no me lo dijo o, si me lo dijo, nomiacuerdo) y ahora los peones trabajan como sansones; tanto, que les anda escaseando tierra pa' cavar, pircas pa' apilar, caballos que domar y ovejas que trasquilar; cada cual queriendo aventajar al otro en rapidez y esfuerzo, y todo esto na' más que pa' merecer y ganarse el premio que le doy al mejor al fin de la jornada. No hay nada, le digo en oros, que lo codicien (codicién, decía don Nivo, con acento en la e, como buen chapaco) con más ganas, ni que lo tengan en más alta estima".
--¿Y qué es eso, don Nivardo? --le pregunté yo, más intrigao que nunca.
--¡¿Y qué ha de ser, cumpita --me respondió él, medio socarrón y con una sonrisa tan amplia como se lo permitía el ceniciento Astoria colgao, como cholonca, de la comisura de los labios-- si no una lata de sardinas?!

Y ahí y entonces entendí por qué, cuando don Nivardo veía peones o caballos haciendo faenas prodigiosas y labores encomiables, ¡"se merecían una sardina"! Bueno, don Nivardo, su recuerdo en mi memoria y su librito --tan lindo y fresco-- en mi escritorio ¡sí que se merecen una sardina!... así que aquí va pa' uste' ésta, que la tengo y la llevo, desde changuito, cerquita de mi corazón, y el versito que sabíamos repetir en la escuela:

En el cielo las estrellas
en el campo las espinas
y en el fondo de mi pecho
¡una lata de sardinas!...


Bézoz a todos.

P.D. El librito de don Nivardo, ahora en mis manos (gracias, cumpa Villena, ¡y gracias a doña Hilda!), es realmente una joya, así que perdónenme si me presto unos símiles de Neruda pa' describirlo: "claro como una lámpara / simple como un anillo".

(El Chafa, en algún foro hace añares).



jueves, 25 de febrero de 2010

Cosas que no hago (CHAFA)

Cosas que no hago (y que quisiera hacer) desde hace añares:

(Ut supra, tres veces el verbo hacer, lo siento).

-- Repicar las campanas de mi Iglesia Matriz para llamar a la Misa de Once del domingo.

-- Remontar un barrilete más allá de los álamos amarillos del otoño

-- o hacer bailar un trompo sobre las lozas de mi patio entibiadas por el sol de la tarde.

-- Comer higos al pie de la higuera (nunca me gustó tomar leche al pie de la vaca. Era una leche tibia zumbada de moscas y de un acérrimo sabor a crudo. Pero higos al pie de la higuera, ¡una maravilla!). No sé por qué esta actividad tenía fuertes matices sensuales para mí. Sería porque mis primas, trepadas en la higuera y queriendo sin querer, me mostraban sus verijas rosadas y sus calzones umbríos, o sería por los higos mismos atrevidamente dulces y rosados tirando a rojo. No sé. Pensándolo bien, me gustaría volver a comer higos frescos aunque no fuera al pie de la higuera.

-- Bailar un bolero chick to chick con una muchachita olor a verano y lluvia (tu pelo tiene el aroma de la lluvia sobre la tierra) y al compás de una orquesta en vivo. Si fuera posible, con el baterista medio empedao y el saxofonista medio dormido.



Hay más pero por el momento estaba pensando en éstas.

Bezo a tódoz

(El Chafa, en La taberna, 24 de febrero de 2010)

lunes, 21 de diciembre de 2009

Me quema y mi boca quiere florecer (IRENE)

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En julio de 2003 recibí una cinta de casete. Varias cintas de casete. Una de ellas, con la misma caligrafía exquisita de todas, rezaba: "Eduardo Falú".

Varios amigos me habían mencionado ese nombre, y todos, con su acento escrito me habían hecho llegar la misma consigna: "Vos tenés que escucharlo a Falú". Así que Picotto me lo presentó como su compadre, y Chafallo me mandó aquella caligrafía que empezaba a sonar desde sus artísticas y delicadas sílabas negras.

Con cierta inquietud y emoción metí esa cinta en el aparato y me volví a postrar en el teclado haciendo otras cosas. Pensé prestarle atención de fondo a lo que vendría camino de mi espalda, en el aire de aquí, lejano y granadino, repleto de zumbadoras cosas pendientes que debía hacer ese mediodía.

Antes, guardé para siempre con mucho respeto y casi sagrada devoción el papel acolchado en que habían viajado tan cuidados esos tesoros desde la clara Iowa City.

Lo que sonó unos segundos después fue lo primero que suena en este vídeo. En mi afán organizativo, yo etiqueté en mi corazón esa canción como "Tejedora belenista". Tiempo después averigüé que se llama "La catamarqueña" (M.J. Castilla; E. Falú). Sonó la virtud de una guitarra que me llevó inmediatamente a aquel empape de flamenco que viví unos meses en el Centro Andaluz de Flameco, en la gaditana Jerez de la Frontera. Melchor de Marchena se me vino al cogote y de sopetón. Veía el recuerdo de sus dedos mientras oía los primeros arpegios y acordes de Falú. Pero fue cuando él empezó a cantar cuando se me separó la ropa del cuerpo y me volví como un resorte a ver girar los pinchos de la cinta. Olvidé toda la urgencia que me tenía de espaldas a Falú. Aquella voz troncal y plañidera parecía nacer de una semilla vigorosa oculta en las entrañas de la mismísma tierra. No podía ponerle imagen a la cara del maestro, no podía averiguar si era joven o viejo, ni su estatura. Era una voz esencial. Una voz cántaro, roble, barrica de vino, bombo legüero. Era una voz de cosas primeras. De arado. Era la voz de la raíz de los árboles. El campo cantando en su rigor. Con Falú y con Marchena se me mezclaron adentro mis recuerdos de pueblo y de infancia, cuando las vacas parían terneros en mi presencia y yo veía al arado escribir sus coplas en la tierra con el fondo de la música callada que decían mis cerros intactos desde lejos.

La letra de "La catamarqueña" me alertó y me interesó el corazón. "La tierra por dentro, de tanto cantarla, me quema y mi boca quiere florecer". Esa era una imagen mía, y me llegaba desde lejos, llegada de más lejos, y había nacido antes que yo.

Cuando uno encuentra algo que lo identifica a uno, se siente hermano de inmediato. Y se siente protegido, como si lo que uno piensa hubiera encontrado cuna y regazo en otros. En aquel minuto se estableció un triángulo imborrable: Argentina, Iowa City y mi infancia andaluza se habían encontrado en el colibrí de los dedos de Falú y en su voz, y volaban y saltaban de un continente a otro, un instante como límpida golondrina y al siguiente como un potro desbocado de arcilla y sangre.

El recuerdo de este vínculo es un ciclo inevitable sobre el que tengo que escribir cada tanto. Porque esa voz y las manos que me la trajeron no las puedo olvidar, porque "por donde me vaya me sigue esta zamba y en su pañuelito florece el nogal".

domingo, 21 de diciembre de 2008

...en la capilla de la Quebrada (CHAFA)


¡AY! PARA NAVIDAD
(Villancico provinciano del noroeste argentino y de Bolivia)

Nochebuena, Nochebuena
ay, pa' la Navidad
ay, mi paloma quebradeñita...
te vendré a buscar.
Te vendré a buscar
casi al aclarar,
charangos y guitarras,
paloma, para festejar.

Ay, mi paloma quebradeñita,
te vendré a buscar.

Una estrella se ha perdido
ay, pa' la Navidad
y en la capilla de la quebrada
seguro estará.
Seguro estará
para contemplar
esta nuestra alegría
paloma,
de la Navidad.

Y en la capilla de la quebrada
seguro estará.

Capilla de Tumbayá, Jujuy:



















































TARIJA:




































Capilla colonial cerca de Iscayachi:






















Tarija; la gente festeja con trenzadas, regalos y grandes fiestas especialmente en las zonas rurales de Tarija, donde aún se mantienen algunas tradiciones arraigadas:




























Tarija, Chaguaya, Quebrada Grande:














A las doce de la noche
un gallo nos despertó
con su canto tan alegre
diciendo Cristo nació.

Ah...ah..ah... ¡viva María!
Eh...eh...eh... ¡viva San José!
Oh..oh..oh... ¡viva El que nació!

¡Albricias, albricias,
albricias nos den,
por un niño hermoso
nacido en Belén!

Niño Manuelito
qué bonito sois;
dentro tu cunita
¡grano de oro sois!

Arrurrú mi Niño,
y arrurrú mi Dios,
que todo mi anhelo
es pensar en Vos.

Ya viene la vaca
por el callejón
trayendo la leche
para el niño Dios.

Del tronco nació la rama,
de la rama nació la flor,
de la flor nació María,
de María el Redentor.
Alegría, alegría,
¡viva Jesús y María!

Señora Santa Ana,
qué dicen de vos:
¡Madre soberana
y agüela de Dios!

Los tres reyes del oriente
ya vinieron a adorar
al Señor de cielo y tierra
Sacramento del altar.

Ay huachi, huachi torito
torito del portalcito,
no me cornies con tus astas,
corniame con tus amores.


Estos --y otros que se me cayeron por las rendijas de la memoria-- eran los villancicos que sabíamos cantar y bailar en el luminoso mes de diciembre. Entonces, las tardes se ponían limpiecitas, con la carita recién lavada después de la lluvia, y el eco del bombo que subía a las últimas nubes doradas que se iban tras del sol por la cuesta de Sama, nos llamaba con su tun... tun... tun... tun, tun, tun, tun a los "Nacimientos" de barrio y casa (...)

...bajo un viejo molle, y plantado en el patio de tierra fragante, recién regada y apisonada, se levantaba el palo de trenzar con cintas de lana de colores. ¡Ay!... cómo tejíamos entonces, grandes y chicos, hermosas filigranas de color y aire bajo el sol y el cielo del verano: canastillas intrincadas; la virgencita piramidal; el arlequín de rombos, y el final --y más fácil y democrático-- "remolino", cuando todos los changuitos, desde los más chiquitos hasta los maltoncitos, tomábamos parte. Con una mano en una cinta y la otra en la cadera bailábamos y girábamos y girábamos y bailábamos al ritmo de una música ancestral y chiriguana, y dábamos vueltas y vueltas bajo el sol y las libélulas tornasoladas de diciembre mientras el palo se cubría de vida y de sonrisas hasta que quedaba vestido y engalanado con un vertiginoso poncho multicolor!...

La memoria se me aroma con el perfume de mis nardos y el corazón se me endulza con el sabor de mis mistelas. Y bajo la nieve y los pinos empiezo, una vez más, a entonar este villancico de mi Valle de uvas y de sol:

Pisa, pisa, pastorcillo,
pisa, pisa con valor;
¡tomaremos vino dulce
de la viña del Señor!


Bezos a tódoz

(El Chafa, 20 de diciembre de 2008, en La taberna del Buda)

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martes, 25 de noviembre de 2008

Una gallina bataraza (CHAFA)

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Con tanta gallina picoteando por la Taberna, a mí se me vino a la memoria un domingo de gallinas o, más bien, de gallo, allá en Arkansas, cuando yo daba clases en un pequeño college privado en un pueblito perdido entre las montañas y los pinos. Creo que fue el 1997 esto. Abusando de su paciencia se los endilgo más que todo por traer de vuelta a mi gallo y mi bataraza. Y buen finde y un plácido Yom Kippur, a quien corresponda.


El departamento donde vivo está en un barrio prolijamente acicalado y realmente bonito; muchas de las casas datan de la segunda mitad del siglo XIX y algunas de antes de la Guerra Civil, "ante bellum" que le dicen. En mis caminatas matinales me entretengo, más bien me deleito viendo cómo los primeros rayos del sol iluminan las cornisas y las celosías reticuladas, encienden los biselados cristales multicolores de las amplias ventanas de las salas de estar y se derraman como agua entre las molduras de los frisos, los ataires y los alféizares de las ventanitas de gablete de la planta alta. Las proverbiales verjas blancas rodean jardines sombreados por árboles venerables y con el césped perfectamente cortado e inmarcesiblemente verde. Aquí todo es pulcro y bien cuidado; los visillos detrás de los cristales desde donde una viejita me atisba, sospechosa, pasar por su vereda; las bancas de madera que se mecen levemente colgadas por cadenas al cielo raso de los porches; las baldosas que, como saltanas* sobre el césped, conducen desde la puertita de la verja hasta las escaleras de la puerta principal; la vía pavimentada que une el garaje con la calle, y hasta la infaltable bandera norteamericana (y otras que empecé a ver hace unos años atrás y que muestran zanahorias o tulipanes gigantes, gatos, ositos y otras imágenes consideradas monas y simpáticas) proclaman una armonía y un bienestar de clase media a la "Norman Rockwell" e inherentemente estadounidense. Las calles de esta vecindad son umbrosas, amplias y, a esa hora crepuscular de la mañana, solitarias y plácidas en su cuadriculado silencio de adoquines. Sólo ardillas, pajaritos y palomas sacuden las alas, las colas y las hojas para deshacerse de los restos de la noche y de lo que queda de la luna veraniega; dos o tres veces vi a un gato trasnochador y atorrante acechando, desde un banquillo de piedra, los afanes y acicales tempraneros de un cardenal alborotado. Los domingos por la mañana como hoy, el rollo del periódico es el único detalle desprevenido en los porches, hasta que alguien en bata de baño o en piyamas y jarro de café en mano, sale, lo recoge, lo mete a su casa y restablece la armonía entre la arquitectura y la natura. Por donde se mire hay casas, árboles, verjitas, jardines; no se ven letreros impertinentes, ni tiendas en islas de cemento, ni máquinas de vender soda, ni automóviles estacionados a lo largo de las calles y al borde de las veredas. Ah… una iglesia episcopal, espigada, alta y elegante, de ladrillo naranja y ventanales blancos se yergue y oculta, entre la arboleda y el vicariato, una playita de estacionamiento para sus feligreses.

Si uno camina unas siete cuadras al norte bajo los árboles frondosos y hospitalarios, y después tuerce a la derecha hacia el viejo "downtown", se encuentra con una veredita de baldosas desiguales atosigadas por la grama, y una estación de nafta abandonada de ventanas tuertas y paredes descascaradas que conoció otras mañanas domingueras de café, periódico y tertulia; todavía le quedan dos bombas de nafta de esas que parecen faroles, y un letrero ovalado, rojo, verde y blanco, donde apenas se disciernen las cuatro letras de "ESSO". Un poquito más allá, después de unas paredes gastadas e indiferentes y desafiando el asedio de la grama, el signo aritmético de "igual" de un par de rieles abandonados y truncos, paradójicamente, lo lleva a uno a la desigualdad y a la miseria del barrio negro. Ésta no es una miseria de gueto urbano; este es un pueblito pequeño y mayormente rural, y el barrio negro refleja estas características. Las casitas son de madera, desvencijadas, con visillos de cotense, de arpillera u otra tela burda; los porchecitos desnivelados parecen que se desnivelan aún más con el peso de sillones cojos y destripados, y en sus patios o huertillos –que no se los puede llamar jardines en el sentido estricto— crecen, en democrática comunidad, geranios, girasoles, unas chacritas enclenques, tomates, calabacines, y pepinos lozanos y saludables. Una llanta que hace las veces de macetero o de columpio, rebalsa de florecitas proletarias –nada de rosales ni de jazmines por acá— o cuelga de la rama de un árbol y, en vez de banderas patrióticas o bacanas, aquí se enarbolan ropas requetelavadas y viejas que agobian una cuerda que hace panza, y proclaman la pobreza de los que las visten y las ensucian. Latas achatadas, botellas vacías, esqueletos de catres herrumbrados y otros cachivaches, completan el decorado y refuerzan el cliché. Es fácil, para los que no viven allí y no sufren la pobreza ni la discriminación, atribuirles a estas condiciones una especie de paz rural, un estado de inocencia bucólica o pastoral donde todos, como Huckleberry Finn, con su pipa de marlo y su caña de pescar, viven contentos y descalzos en armónico concierto con la naturaleza. Parece que la pobreza rural es menos cruel que la pobreza urbana. La ciudad es despiadada o indiferente y, al fin y al cabo, nadie –o pocos— que viva en los guetos de Nueva York, Filadelfia o Chicago, piensa mucho o tiene tiempo u oportunidad para tomates, girasoles y columpios de llanta.

Bien; hace unos tres domingos que, durante una de mis caminatas, descubrí el barrio negro que aquí es pequeño (unas cuatro o cinco manzanas), inconspicuo y “lejos del mundanal rüido”. Yo pensé que me había encontrao con él de casualidad mientras caminaba bajo los robles y los olmos medio distraído y envidiando a las ardillas y a las palomas, pero después me di cuenta de que la casualidad no es sino otro de los nombres y las ropas con que se disfraza el destino; algo me llevó para allá, algo me condujo a dar la vuelta a la esquina, a continuar por la estación de nafta y, finalmente, a pasar por el “igual” de los rieles truncados al otro lado de la inecuación. Una vez allí, caminé paseando por las casitas que les digo, unas más viejas que las otras, otras más atiborradas de cachivaches que de plantas. Ahí se ven coches viejos y nuevos, como abandonados al lado de las casas, o estacionados sin cuidado en las calles sin veredas... Una de esas calles se eleva en una lomita suave y, luego, desciende a una especie de cañadita y a unas casas con árboles grandes y huertitos pequeños y, después de correr unas tres o cuatro cuadras, desemboca humildemente en el centro del pueblo o “downtown”. Bajando la cuestita como media cuadra más o menos se ven con más detalle los tomates, los chacrales y los muladarcitos. Estaba yo al pie de la cuesta, depués de trastornar la loma observando esas cosas con curiosidad y con cierto reconocimiento o inconsciente sentimiento de ‘deja vu’, cuando de pronto y si esperármelo, del lao de mi nuca y oculto en los matorrales de una casa, ¡escuché cantar un gallo! ¡Un gallo man! ¡Vive Dios… Yo sé que para muchos de ustedes ese canto ha de ser rutinario, cotidiano, ordinario… Pero para mí que, hace años, lustros, décadas que no escucho un gallo “en vivo y en directo”, este canto fue una revelación y un anuncio comparable a la angélica trompeta del Juicio Final!... Es curioso cómo cierto sonido o sabor u olor o imagen nos arranca sensaciones que, por falta de uso u ocasión, estuvieron dormidas por años en el fondo del corazón. A mí el canto de este gallo madrugador e invisible me arrancó una mezcla de alegría y vergüenza, de curiosidad y pena, de familiaridad y temor… qué sé yo, algo así como lo que sentíamos al ver a la noviecita primera, al otro día, después del primer beso. Algo así. Inmediatamente empecé a rumbiar al gallo esperando que me orientara con su canto; me volví en mis pasos hasta que llegué a la esquina, la agarré por una calle que me parecía la del gallo y, después de media cuadra más o menos, pasé un cerco de madera chueca y apolillada y ¡oh… maravilla!... No, no estaba el gallo, no, pero en un campito despejado, bajo un árbol grande y cerca de unas canastas y lo que parecía un galponcito en miniatura, había cuatro hermosas gallinas verdaderas y honestas, picoteando y escarbando la tierra como sabían hacer las gallinas de mis pagos y como hacen –ahora lo sé— todas las gallinas del universo si se les da la oportunidad y la libertad correspondientes. Dos giras, una canela y una bataraza, caminando lentamente entre escarbes y sacudiendo la cabeza o torciendo el pescuezo para ver mejor las vainitas que buscan y comen las gallinas. Enseguida, de no sé dónde (yo estaba absorto con las gallinas) apareció el gallo, giro también, alto, elegante, bien plantao, con su metálico plumaje de oricobre chispeando en su pecho de obsidiana; un gallo taita y guapón. Me vio, aleteó un poco, estiró el cogote y me regaló un hermoso canto, clarito como cristal, transparente y así de reluciente y fino. Parece que el aleteo y el canto despertaron a un perro que había estao durmiendo bajo el árbol y que yo no había visto antes; era un choco pardo, lanudo y chicón, amarrao al árbol con una soga larga y flecosa. El perro se incorporó, se estiró un poco, me miró medio soñoliento por unos dos o tres segundos, y decidió ladrar sin ganas y sólo por cumplir con su obligación con el Estatuto y Protocolo Internacional del Perro... Lo lindo de todo esto es que, por esos mágicos instantes, ese domingo de mañanita un lotecito en un pequeño pueblo de los Estados Unidos de América, se convirtió en un pedazo de mi infancia y de mi pago. El árbol −que sería un roble, no sé− se me llenó de las flores moradas del jacarandá, las florecitas del enmarañado traspatio se volvieron campánulas, tacones, pananas y verbenas, y el perro, el gallo y las gallinas se volvieron esenciales, elementales, eternos, universales, exactamente como los que conocí y como los que ese mismísimo domingo, no tengo la menor duda, andaban escarbando la tierra del pago donde nací y cobijándose bajo los mismos árboles que cobijaron mi infancia… Me quedé ahí un rato, respirando quedito y parpadeando menudo porque se me estaban humedeciendo los ojos y traía la piel como la de las gallinas que me tenían encandilado a pesar de la luminosidad de la mañana…

Se me hizo cuesta arriba volver a la trabajada pulcritud de mi barrio, a mi departamento y a la seudo realidad de la televisión y los periódicos dominicales. Y, a pesar de que lo hago todas las mañanas desde hace años, esa mañanita de domingo en Arkansas no tuve el coraje ni las ganas de cebarme un mate. ¡Que lo parió!

* saltana. (De saltar). 1. f. NO Arg. Piedra, madera, etc., que se pone a trechos en la corriente de un río para pasar

(El Chafa, 25 de septiembre de 2004)

sábado, 15 de noviembre de 2008

Caninofilo (CHAFA)

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Inmediatemente detrás y en los talones de ese ornamentado sacerdote o lo que fuera, se ve un perro kala mexicano, o sea un «xoloitzcuintli».

A propósito, reitero un viejo mensaje mío y caninofilo:

La Berta, de y en mi familia, aunque real, era un personaje casi mitológico. De su bondad, de su apostura, de su nobleza e inteligencia, yo sabía sólo de oídas, por tradición, como se sabe de muchos héroes y heroínas y, como muchos héroes y heroínas, las anécdotas de sus hazañas se transmitían de generación a generación. Bertita –me aseguraban los abuelos y los tíos mayores— en una ocasión había salvado a Jeromo, un hijo del mayordomo Andrés y amigo y compinche de mis tíos, que hacía las veces de propio* de la familia, de las corrientes del Pilcomayo y de una muerte segura. Había un daguerrotipo de Jeromo, hirsuto, con las chascas pa' arriba como carpincho y quemado por el sol y casi encandilado por la cámara, que dicen que había sido hecho para celebrar ese incidente. Pero de Berta sólo quedaban palabras e historias y recuerdos. Una de las más meritorias, según el consenso familiar, era que la Berta había sido la madre de Tom. Tom era legendario también, pero a Tom yo lo había visto en una o dos fotos palidecidas y amarillas por la nostalgia del tiempo; en una de ellas él estaba sentado, con la cabeza y la mirada vuelta al lente de la cámara, mirándonos mirarlo y dando la mano a mi tío, el coronel, en uniforme de cadete entonces, antes de partir para el Chaco. Tom había sido el amigo infaltable en las correrías de los veranos de la hacienda, el compañero presente en las idas y las venidas de la escuela, a veces hasta llevando, decían, los libros y los útiles escolares de dos o más de mis tíos, y Tom era también el compadre imprescindible en las cacerías de urpilas y torcazas y conejos en el invierno seco y polvoriento de mis pagos. De ahí que, cuando don Arturo Leví, dueño de la Zenta, me regaló uno de sus cachorros, ya había en mi casa y mi familia una larga tradición de apego y admiración por la dinastía y la raza del "pastor alemán". Le puse el nombre de "Ursus", que era el de un gladiador cristiano de la película ¿Quo vadis? o El manto sagrado, no me acuerdo cuál. Años después "Robin" (estúpido darle un nombre de pájaro tan indefenso y pequeño a un perro pastor alemán, pero Robin era el del compañero de Bat Man, qué querés que te diga) vino a remplazar a "Ursus". Estos eran los pocos perros de raza en mis pagos. En esos tiempos la abundancia de perros callejeros y de los otros estaba formada en su gran mayoría por perros "chocos". Había otra raza, proletaria o por lo menos miembros del lumpen, que no sé por qué razón o convención, estos perros sólo eran cuidados y cobijados en las casa de la gente humilde: los perros "kalas" que aquí se llaman "hairless'" y son perrillos horribles, los pobres, que parecen una cruza entre un cetáceo y una rata, de piel gris, sin pelos, con la excepción de los que tienen en la punta de cola y las cejas que son tupidas. Y una última sub raza en la población canina de mis pagos era una raza media indefinida pero definitivamente no de chocos, que era la de un perro más bien pequeño y lanudo parecido al Batuque de las tiras de "Billiken". Ésa era la raza de uno de los perros de la profesora de música de mi hermana, que era más aficionada a los gatos. No había más allá y entonces. Sin embargo, como aquí y ahora, me imagino que ahora y allá hay una proliferación de perros de razas y casta, pero mi afecto y recuerdo siempre se va primero a "Robin" y a "Ursus" y los innumerables perros chocos que fueron mis compañeros ocasionales de horas a las orillas y en la aguas de mi río natal o días felices y lejanos en la hacienda de mi valle andaluz, bañado de luz y ebrio de colores. A un choco grande, medio overo y noble, "Correcampos", recuerdo especialmente con afecto. Era el perro de Andrés, el mayordomo de la hacienda y corregidor del cantón. Correcampos y yo una vez matamos una víbora enorme y venenosa a la orilla de una quebrada de arcilla y helechos fraganciosos; me temo que con el apuro y el miedo, en esos días o ese instante maté también un pedazo grande de mi inocencia feliz.

Y bézoz, ¿eh?

*propio, pia. (De proprio).

9. m. Persona que expresamente se envía de un punto a otro con carta o recado.

«La cuestión es conciliar las opciones entre un perro hipo alergénico (los hay de pedigree) y un perro de la perrera o refugio, que es lo que yo preferiría. Pero allá (en la perrera) la mayoría son mestizos o mezclados, como yo (mutts, like me)».
-- Barack Obama.

(Chafallo, 12 de noviembre de 2008)
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jueves, 13 de noviembre de 2008

Álora la bien cercada (CHAFA)

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A veces, súbitamente o no, a uno se le viene al marote la melodía o la letra de una canción, uno o dos versos de un viejo poema y hasta la insoportable e insistente cantinela de un anuncio comercial. Esta mañana, sería un poquito antes de despertar (el estado hipnopómpico, queledisen) como la última nubecilla en el cielo de un sueño que ya no recuerdo, se me vino parte de este romance a la cabeza y al día; algo así como «Y los moricos las pasas». Me gusta mucho este romance, especialmente cuando me imagino con ternura a los moros y moritas apurados, asustados, llevando la ropa, los higos, las joyas, las pasas con canastas en la cabeza y el culito pa’ afuera caminando cuesta arriba hacia la protección del castillo. Quiero creer que es un vistazo a la vida morisca: ropa, harina, trigo, higos, pasas, joyas y moritas de quince años cotidianos y urgentemente interrumpidos una mañana en domingo.



Por otra parte, hace tiempo, lejos ya de mi Sur profundo y mi idioma íntimo y recóndito, en este romance escuché otra vez, después de muchísimo tiempo, reluciente al sol que cuadriculaba el aula de una clase de literatura española, salir rodando de la boca de mi amiga Conchita que lo leía, la palabra «colodrillo»:


«Bárbaros, dejen de jinetear las camas, se van a romper el colodrillo; Jesús, José y María con estos muchachos endemoniaos», sabían decir mi madre, o mi tía o mi abuela cuando nos subíamos a saltar sobre las camas, a trepar árboles o techos o nos poníamos a hacer travesuras similares. Era una palabra válida y corriente, como una moneda. Así lo eran también columbrar, maguer y asina, entre otras. De no creerlo ahora, aquí, yo ya vejete exiliado y «entre los lirios y la baja tarde».



Romance de la pérdida de Álora
Recogida por Ramón Menéndez Pidal

Álora, la bien cercada,
tú que estás en par del río,
cercóte el Adelantado
una mañana en domingo,
de peones y hombres de armas
el campo bien guarnecido;
con la gran artillería
hecho te habían un portillo.

Viérades moros y moras
subir huyendo al castillo;
las moras llevan la ropa,
los moros harina y trigo,
y las moras de quince años
llevaban el oro fino,
y los moricos pequeños
llevan la pasa y el higo.

Por encima del adarve
su pendón llevan tendido.
Allá detrás de una almena
quedado se había un morico
con una ballesta armada
y en ella puesto un cuadrillo.
En altas voces diciendo
que del real le han oído:

- ¡Tregua, tregua, Adelantado,
por tuyo se da el castillo!

Alza la visera arriba
por ver el que tal le dijo:
asaetárale a la frente,
salido le ha al colodrillo.
Sácole Pablo de rienda
y de mano Jacobillo,
estos dos que había criado
en su casa desde chicos.
Lleváronle a los maestros
por ver si será guarido;
a las primeras palabras
el testamento les dijo.



colodrillo. (De colodra).1. m. Parte posterior de la cabeza.

(Chafallantes, 13 de noviembre de 2008)
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lunes, 11 de agosto de 2008

El mártir del Gólgota (CHAFA)


¡El mundo es un pañuelo, digo yo! Más o menos a mediados del siglo pasado, cuando primos, hermanos, amigos, padres, tíos y sobrinos veraneábamos en la hacienda, a la oración, después de cenar y a la luz de la Coleman, mi tía Alicia nos leía el Mártir del Gólgota de Pérez Escrich en voz alta y dramática. Las chicas balaban a lágrima viva y moco fluyente mientras nosotros, los changos, hacíamos lo imposible por contener las lágrimas o nos dábamos de codazos o coscorrones pa' disimularlas. En esas veladas familiares, ahora mágicas y añoradas, también se leía El Quijote y el Martín Fierro además de las anodinas novelitas de Hugo Wast, Alegre, Pata de zorra, Mi novia de vacaciones, Flor de durazno, El camino de las llamas… y las igualmente lacrimógenas Corazón de Edmundo de Amicis, Genoveva de Brabante del Canónigo Schmidt y María de Jorge Isaacs. Era de rigor, si uno mencionaba María o hablaba de María, decir María-de-Jorge-Isaacs. No sé por qué pero era de rigor decir María-de-Jorge-Isaacs. A lo mejor era pa' no confundirla con María la colchonera, o María la zarca, qué sé yo. La hacienda se llamaba La Banda porque estaba en la otra banda del río y,.a proposito, aprovecho la oportunidad para endilgarles un poema de los tiempos que evoco. Su autor es mi hermano Carlos Ramiro:

Hilandera de nostalgias,
en rueca de ignoto olvido
hilaba penas Doña Damiana.
Sus manos eran sarmientos
de antiguas vides lejanas
con trémulos movimientos
y los recuerdos más puros
acariciaban la lana, de la Casona
y La Banda.
¡Qué luminosas mañanas!
¡Qué tardes llenas de Luz!
Los duendes en los tejados.
En los nogales Chicharras,
panales de agreste miel
en las altas lechiguanas.
Por la acequia rumorosa
se llevó el tiempo mi infancia.

Carlos Ramiro Ruiz Ávila


Bézoz y líbroz a tódoz






(Chafallo, 11 de mayo de 2007).


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Cantábamos (CHAFA)


«Cantábamos duetos de amor de Puccini, boleros de Agustín Lara, tangos de Gardel, y comprobábamos una vez más que quienes no cantan no pueden imaginar siquiera lo que es la felicidad de cantar»
(GGM: Memoria de mis putas tristes)

Al leer lo que cito arriba se me ocurrió pensar (otra vez) que ésta, donde vivo, es una sociedad que no canta. Tiene una relación con cantar más o menos parecida a la relación que tiene con el pan: algo antiséptica, bastante prefabricada y muy industrial... Las dos cosas, el cantar y el pan, allá donde yo crecí y donde tengo vivos a algunos de mis parientes y amistades y donde tengo enterrados a muchos de mis muertos, el pan y el cantar eran trascendentes, únicos, ubicuos, democráticos y necesarios. Aquí no; los dos son mayormente comerciales, algo que se compra y se consume, bien empaquetado en plástico, poco espontáneo y, me temo, alejado de las manos del hombre. Claro que hay música aquí, y está por todas partes: la tienen en los autos, en la tele, en las radios, en los teléfonos, en los oídos en fin… pero me temo que no está en el corazón y la boca de la gente como lo estaba la música y el pan en los de la mía.

Allá y entonces, cantar no era sólo cosa de cantar duetos de Puccini, boleros de Agustín Lara y tangos de Gardel, sino también pasodobles españoles, zarzuelas clásicas, zambas profundas, mambos superficiales… Cantar era una presencia diaria, generalmente necesaria como el aire, y casi siempre agradable. Allá se cantaba hiñendo la masa, planchando o bordando pañuelitos o manteles, regando las plantas, dando alpiste a los canarios, como si el canto fuera (a lo mejor era) un ingrediente imprescindible en las empanadas o el pan, un color o jaspe necesario de los hilos en el bordado o el encaje doble, una frescura en el agüita pa las plantas, un trino más para los canarios. Allá todo el mundo cantaba o tarareaba algo. Hasta mi hermano, que dejó de cantar al terminar el bachillerato para hacerse médico sentencioso y taciturno, cantaba. Mi vecina, la Yolita, cantaba pasodobles con un clavel en la oreja y una toalla en la cabeza en su voz limpia y luminosa que, como el sol mañanero, llegaba por los tejados y se descolgaba por las “tripas de fraile” y las glicinas hasta el patio de mi casa. Los carpinteros cantaban («¡carpintero de mi tierra….!»); los sastres cantaban; los zapateros, a pesar de sostener los clavitos entre los labios, se las arreglaban para tararear al rimo de su martillos. Y en las acequias, en las callecitas, en las quintas y los tapiales, pájaros, grillos, ranas, chicharras y estudiantes, sastres y soldados, cocineritas, costurerillas, panaderas y otras hierbas aromáticas colgábamos coplas, tonadas y canciones en los árboles, en las rejas de las ventanas y en los balcones, como las golondrinas de Bécquer. A pierna batiente y a mandíbula suelta (como decía mi amigo Óscar Alandio) y de la noche a la mañana.

Aquí, sólo en el Sur semi africano profundo y rural, los negros cantan a toda hora sus abundantes tristezas y alegrías (ergo the blues, the spirituals y otras linduras). Yo estuve en el Sur rural pero no muy profundo que es Arkansas, en medio de una población mayormente de origen escocés y de creencia presbiteriana. No muchos negros por ahí y pocos cantos. No sé dónde ni cuándo se perdió –si alguna vez la hubo en este caso-- la relación humana con el pan y el canto aquí. Esa relación con la que crecieron muchos de los que me leen y yo. A lo mejor sería en los severos sermones de los peregrinos puritanos y en esos viajes trasatlánticos en busca de austeridad y abstinencia. A lo mejor estos comedores de nabos y ocas, europeos del norte severos y devotos, nunca tuvieron la mediterránea espontaneidad, ni la necesidad y la gracia de cantar por amor al canto. Sus melodías se vistieron de salmos e himnos religiosos, y se encerraron en sus limpias iglesias de blanca y severa geometría. No sé, pero aquí a pesar del rock and roll y la licencia, a pesar del “pop” y la MTV, a pesar del culto al sexo y a la juventud, la gente en las calles y en sus faenas se vuelve silenciosa de canto, callada de silbido. Es la costumbre, la regla social implícita, quizás en razón a la inveterada y subyacente ética protestante y austera del Norte de Europa, controlada y exacta como una xilografía de El Durero o una pintura de van Eyck. Qué sé yo.

Bueh... ahora, aquí día de elecciones para el Congreso, me voy silbando a votar contra los republicanos. Y no es que los demócratas sean mejores: del mal el menos, como decía don Tiburcio, que, cantando junto a su torno, daba luz y vida a los perfumados trompos zumbadores y silbadores de mis pagos.

Bézoz y melodías.


(Chafallo, 7 de noviembre de 2006).

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