___________________________________________________________ Canal CONCIERTOS Irene Fernández

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lunes, 11 de agosto de 2008

Cantábamos (CHAFA)


«Cantábamos duetos de amor de Puccini, boleros de Agustín Lara, tangos de Gardel, y comprobábamos una vez más que quienes no cantan no pueden imaginar siquiera lo que es la felicidad de cantar»
(GGM: Memoria de mis putas tristes)

Al leer lo que cito arriba se me ocurrió pensar (otra vez) que ésta, donde vivo, es una sociedad que no canta. Tiene una relación con cantar más o menos parecida a la relación que tiene con el pan: algo antiséptica, bastante prefabricada y muy industrial... Las dos cosas, el cantar y el pan, allá donde yo crecí y donde tengo vivos a algunos de mis parientes y amistades y donde tengo enterrados a muchos de mis muertos, el pan y el cantar eran trascendentes, únicos, ubicuos, democráticos y necesarios. Aquí no; los dos son mayormente comerciales, algo que se compra y se consume, bien empaquetado en plástico, poco espontáneo y, me temo, alejado de las manos del hombre. Claro que hay música aquí, y está por todas partes: la tienen en los autos, en la tele, en las radios, en los teléfonos, en los oídos en fin… pero me temo que no está en el corazón y la boca de la gente como lo estaba la música y el pan en los de la mía.

Allá y entonces, cantar no era sólo cosa de cantar duetos de Puccini, boleros de Agustín Lara y tangos de Gardel, sino también pasodobles españoles, zarzuelas clásicas, zambas profundas, mambos superficiales… Cantar era una presencia diaria, generalmente necesaria como el aire, y casi siempre agradable. Allá se cantaba hiñendo la masa, planchando o bordando pañuelitos o manteles, regando las plantas, dando alpiste a los canarios, como si el canto fuera (a lo mejor era) un ingrediente imprescindible en las empanadas o el pan, un color o jaspe necesario de los hilos en el bordado o el encaje doble, una frescura en el agüita pa las plantas, un trino más para los canarios. Allá todo el mundo cantaba o tarareaba algo. Hasta mi hermano, que dejó de cantar al terminar el bachillerato para hacerse médico sentencioso y taciturno, cantaba. Mi vecina, la Yolita, cantaba pasodobles con un clavel en la oreja y una toalla en la cabeza en su voz limpia y luminosa que, como el sol mañanero, llegaba por los tejados y se descolgaba por las “tripas de fraile” y las glicinas hasta el patio de mi casa. Los carpinteros cantaban («¡carpintero de mi tierra….!»); los sastres cantaban; los zapateros, a pesar de sostener los clavitos entre los labios, se las arreglaban para tararear al rimo de su martillos. Y en las acequias, en las callecitas, en las quintas y los tapiales, pájaros, grillos, ranas, chicharras y estudiantes, sastres y soldados, cocineritas, costurerillas, panaderas y otras hierbas aromáticas colgábamos coplas, tonadas y canciones en los árboles, en las rejas de las ventanas y en los balcones, como las golondrinas de Bécquer. A pierna batiente y a mandíbula suelta (como decía mi amigo Óscar Alandio) y de la noche a la mañana.

Aquí, sólo en el Sur semi africano profundo y rural, los negros cantan a toda hora sus abundantes tristezas y alegrías (ergo the blues, the spirituals y otras linduras). Yo estuve en el Sur rural pero no muy profundo que es Arkansas, en medio de una población mayormente de origen escocés y de creencia presbiteriana. No muchos negros por ahí y pocos cantos. No sé dónde ni cuándo se perdió –si alguna vez la hubo en este caso-- la relación humana con el pan y el canto aquí. Esa relación con la que crecieron muchos de los que me leen y yo. A lo mejor sería en los severos sermones de los peregrinos puritanos y en esos viajes trasatlánticos en busca de austeridad y abstinencia. A lo mejor estos comedores de nabos y ocas, europeos del norte severos y devotos, nunca tuvieron la mediterránea espontaneidad, ni la necesidad y la gracia de cantar por amor al canto. Sus melodías se vistieron de salmos e himnos religiosos, y se encerraron en sus limpias iglesias de blanca y severa geometría. No sé, pero aquí a pesar del rock and roll y la licencia, a pesar del “pop” y la MTV, a pesar del culto al sexo y a la juventud, la gente en las calles y en sus faenas se vuelve silenciosa de canto, callada de silbido. Es la costumbre, la regla social implícita, quizás en razón a la inveterada y subyacente ética protestante y austera del Norte de Europa, controlada y exacta como una xilografía de El Durero o una pintura de van Eyck. Qué sé yo.

Bueh... ahora, aquí día de elecciones para el Congreso, me voy silbando a votar contra los republicanos. Y no es que los demócratas sean mejores: del mal el menos, como decía don Tiburcio, que, cantando junto a su torno, daba luz y vida a los perfumados trompos zumbadores y silbadores de mis pagos.

Bézoz y melodías.


(Chafallo, 7 de noviembre de 2006).

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