martes, 17 de diciembre de 2013
Poema de Alberto Rodo Pantoja
y los sueños del campesino tarijeño. Yo lo escuché recitarlo a
don Alberto Rodo, en su casa y su patio lleno de diciembre,
de verano, de geranios y chulupías enjauladas.
Ahora sólo se queda en deseo y recuerdo
SEÑOR, YO QUISIERA
(Alberto Rodo Pantoja)
Señor, yo quisiera
tener una casa,
una casa llenita de jlores
alantuyas, verbenas, albahacas
azucenas, paicos
rosas, amancayas
pananitas, congonas y un campo
-campo de labranza-
un terreno que apenas cupiera
una fanegada;
una yunta e’ güeyes
mis ovejas, mi burro, mis cabras,
mi caja adornada con borlas,
con borlitas de lana rosada,
mi viulín, mi erque,
mi quena y mi caña;
un tordillo de paso y de brazo
y una linda montura chapiada;
Y una güena mujer que me quiera
con tuita su alma
y unos chiutas que seyan retrato
vivu de su mama
¿Qué más puedo desear en la vida?
levantarme al alba,
enyugar mi yunta
y cumplir, muy contento, las jainas;
Arada, cruzada,
siembra, media reja
aporco y corada
pa que queden después bien limpitas
tupiditas y verdes mis chacras;
Cuando el sol se levante a la’altura
de unas dos picanas
parar el trabajo y a mi dueña buscarla
y a su lau arrimarme y servirme
un plato de lagua
Un guiso de yuyos y un mate de agua,
de agüita clarita, fresquita
que tendrá ella en una tinaja
Por las noches, si hay luna
y su luz tibiecita nos baña,
tocar algo o cantar con mi prenda
la contrapuntiada.
En las jiestas grandis,
darli estreno y, así, bien mudada,
llevarla a que tome, a que cante a que baile
la rueda.
Y después de distrairnus, volverla
jeliz a mis casa
Continuar sin pesares la vida,
hasta que de una sola pialada
me tumbe la muerte;
que me cierre los ojos mi amada,
que me entierre y me lleve unas
jlores.
Que cuide a mis güagas
y que pague unos cuantos responsos
p’al día de las almas.
¡Señor, dami juerzas
pa’ poder realizar estas ansias!
jueves, 15 de marzo de 2012
El Contra Aleph (CHAFA)
El martillo de marras se perdió para siempre, yo continué con mi vida diaria, y el mundo sigue andando pero, a pesar de que Boca salió campeón de campeones (¡grande, Boca!), el changuito Elián está donde y con quienes debe estar, y mañana, en la casa de mis compadres santafecinos Juan y Nora Marcos hay un asao bárbaro festejando la fundación de Tarija, la independencia de Estados Unidos, la independencia de las Provincias Unidas del Río de La Plata (9 de julio) y el vigésimo séptimo aniversario de mi segundo trasplante renal, las cosas no son lo que parecen ser pues, aunque el poeta* proclame que
the lark's on the wing;
the snail's on the thorn;
God’s in his heaven—
all’s right with the world!
no «all's is right in the world»; no todo está bien en el mundo, ni hay armonía en mi universo porque, hace cuatro días o algo así, eché de menos una corbata de pajarita marrón a pintitas blancas que quería ponerme pa’ ir a la misa del domingo; la busqué por todas partes, ¡y naranjas!... de modo que me quedé más intrigao que curioso, y me fui a la misa con una corbata regular y colgante. El domingo, después de la misa y al volver del periódico y el café con leche (bueno, algo por el estilo) en la librería acostumbrada, la cosa se puso color de hormiga y la intriga se hizo desazón pues, ya en casa, cuando fui a consultar mi Enciclopaedia Britannica para verificar un detalle de la vida de Clodia, la amante de Catulo dizque y, de paso, consultar un dato acerca de los orígenes de la riña de gallos («cockfighting»), ¡no encontré el volumen IV! Los números se me saltean del «III: Bolivia to Cervantes» al «V: Conifer to Ear Diseases»; nada de Clodias ni de cockfights y nada de sabe Dios qué es lo demás que contiene —entre Cervantes y coníferas— el desaparecido volumen. Lo busqué, primero con los ojos, revisando los números de los volúmenes y, después, repetí la operación, rozando levemente los lomos con el índice de la mano derecha y... ay... ¡cuitado de mí!... No solo no encontré el volumen IV sino que, con la boca seca y las manos húmedas, comprobé que también me faltaba el volumen XIII, que contiene información clasificada entre «New Jersey» (que es donde termina el XII) y «Peking» (donde comienza el XIV),
Como agua de manantial
P.D. Lo del martillo, la corbata, y los volúmenes de la Británica es absolutamente cierto; la pura verdad. Intrigante, ¿ja?
*Robert Browning, 1812-1889
(El Chafa, año 2000)
jueves, 1 de marzo de 2012
Donde quisiera estar (CHAFA)
(Deudor soy, por el título de estas añoranzas a: Lo que me gustaría ser a mí si no fuera lo que soy, de César Bruto, citado en el prólogo de Rayuela del hermano y Cronopio Mayor Julio Cortázar).
Muchas de las fotos son de Sergio Javier Ruiz Ballivián.
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lunes, 20 de febrero de 2012
Mi plaza (CHAFA)
La plaza, me imagino, es una invención universal como el pan y, como el pan, tiene diferentes sabores y funciones en diferentes partes el mundo. Los griegos, que siempre andaban callejeando, y a menudo conversando, se juntaban en el ágora que era la plaza pública. Los romanos tenían el foro y ellos fueron los que nos dieron el nombre de plaza («plattea»: calle ancha). Los españoles, que heredaron de los romanos y de los moros buenas y malas costumbres, nos trajeron la plaza como la conocemos hoy en muchas villas de nuestra América. Sería que primero la plaza fue un lugar para aposentar a la soldadesca y plantar la bandera y se llamaba la plaza de armas (aún se llama así en muchos lugares), pero después la plaza se hizo el centro y el alma de las villas y, alrededor de ella, se edificaron las catedrales, las audiencias y las casas solariegas.
Era como mi patio, pues la casa solariega estaba en la esquina y siempre con sus puertas y sus balcones abiertos a la plaza. Pero yo no era la excepción; todos los tarijeños de entonces tenían un apego casi obsesivo a la plaza. No conozco plaza más querida, más usada, más acogedora, que la plaza de Tarija. Es que en la plaza, bajo sus palmeras y la ciega mirada de bronce de los angelitos culones de su fuente, ocurrían todas las cosas trascendentales de la vida. Uno, de chico, aprendía a dar sus primeros pasos allí. Después mayorcito, pasaba orondo y marcial en el primer desfile patrio, bien peinao y prisionero en la corbata nueva y el mandil almidonao. Más tarde, las dichas y las penas del primer amor manaban desde los ojos de una muchachita que, como la fuente, se encontraban en la plaza: allí era donde nerviosamente se musitaba la primera declaración de amor (¿todavía se «declaran» los jóvenes? ¡Ojalá que sí!). Y con suerte, después del consabido «lo voy a pensar hasta mañana», en un banco de la plaza, entre el olor de los azahares y la complicidad de las palomas, se ensayaban los primeros besos furtivos.
Era en la plaza donde dábamos el último adiós a la novia de vacaciones o donde la veíamos regresar con el olor de las lluvias y el color del verano en la piel. Allí planeábamos las serenatas y allí se desbocaba el carnaval en una algarabía de cuecas esquineras. Y también en un banco de la plaza (quizás el mismo de los primeros besos) o dando las innumerables vueltas vespertinas la ingrata, ¡amalaya!, nos decía: «es mejor que quedemos como amigos»...
Después del verano, la plaza se quedaba tranquila, callada y un poco solitaria. Era más nuestra entonces, y más íntima. Era grato, gratísimo, sentarse en uno de sus bancos a tejer nuestras ilusiones con el humo del cigarrillo compartido: era como dormir
entre sábanas limpias o el olor del pan tempranero. En las esquinas del otoño, doña Jacinta —reina entre sus canastas sapas— se instalaba a vender vasos de maní, naranjas y limas de oro y ajipas enormes y coludas, como las ratas que tenían la fortuna y el buen sentido de vivir en las palmeras de la plaza, robustas y saludables en una generosa dieta de dátiles.
En la plaza se concertaban los negocios más recónditos y las intrigas más oscuras, y se comentaban las noticias más triviales y las más trascendentes. Los entierros más solemnes y las revoluciones más remotas pasaban por la plaza. Las procesiones de rigor, la Dolorosa y su Hijo, la noche del Jueves Santo sangrantes y contritos, o radiantes y renovados bajo los arcos perfumados que los chapacos traían de la vega, la mañana del Domingo de Pascua, pasaban por la plaza. El santo patrono San Roque, flotando en un río multicolor de chunchos, bajaba desde su iglesia hasta la plaza cuando la primavera de setiembre explotaba entre los jacarandás, las camaretas y los hermosos ronquidos de las cañas chapacas. Las retretas de los jueves y domingos, y las colegialas con sus cuadernos abrazados sobre el pecho (así solían andar las colegialas), como protegiendo la promesa de su virtud, pasaban por la plaza... Y en los bancos del oriente de la plaza, los patricios tarijeños se sentaban a despedir al sol que, apacible y tibio como sus vidas, se perdía en el horizonte tras la cuesta de Sama.
Yo he visto muchas plazas en mi vida de gitano: grandes y famosas; pequeñas y triviales. Plazas polvorientas con un solo árbol desterrado y plazas llenas de robles y ensordecedores trinos. Plazas con niños y payasos, con globos y perros, con campanas y palomas. Las he buscado y visitado minuciosamente en todas partes. Ya no más. Es inútil, porque me di cuenta que andaba buscando algo que no podía encontrar. Les andaba buscando el alma.
Bézoz a tódoz.
(El Chafa, año 2000, aprox.)
Casi todas las fotos proporcionadas por Sergio Javier Ruiz Ballivián
viernes, 6 de mayo de 2011
miércoles, 4 de mayo de 2011
Jugando en "orsai" (CHAFA)
Yo siempre supe que estar seriamente enfermo es como estar jugando en orsai, como estar viviendo en borrador, es como no haber hecho los deberes. Es estar mirando la fiesta desde afuera, por la ventana u oliendo el asao desde el otro lao de la cerca. Y solo.
Una enfermedad seria, más que un estado, es un lugar físico y emocional, es un país sin compatriotas, una isla o una habitación pequeña donde uno, en última instancia, vive y muere solo e intocable. Los que lo quieren bien pueden venir a visitarlo, a rodearlo de ternura o esperanza, a tomarle la mano, a besarle la frente, a partirle el pan y el corazón y escanciarle el vino del optimismo o el agua de la amistad, pero siempre llega el momento, cientos de momentos son los que llegan, como alfileres o mordiscos, en que se acaba la visita, se levantan las anclas, la nave parte, caduca el pasaporte y los visitantes se vuelven a la maravillosa trivialidad de cada día, al "¡qué cara está la leche!", al "¿se casarán los primos en diciembre?", al viejo amante de otro tiempo, a pasar sin temor por el parque cercano al hospital, a no pensar en el hospital cercano al parque, a no notar el reflejo de la luna en la calle mojada o en los ojos de la bienamada, ¡a entrar sin terror al excusado!, a no evitar la brutal sinceridad de los espejos, en fin… a no notar lo mundano de sus cuerpos sanos y comunes, mientras anochece en la isla y la lluvia gris y callada vuelve a ese país de invierno. Es la hora de cerrar las ventanas, cuando se acaba la luz y se apagan la música y los pájaros, y uno se acuesta –aunque no quiera uno– no solo, sino con esa compañera de viaje que no fue ni bienvenida ni invitada, pegada a uno como su piel misma, como su alma, junto a uno, hasta que es parte de uno mismo en un abrazo eterno, húmedo, frío e ineludible, inextricablemente eterno hasta más allá de la muerte y de la nada.
¡Pucha que vida fulera! A carpir esos diems, aparceros, como se pueda y, si es posible, sin herir ni ofender a nadie, que ya bastantes son los slings and arrows of outrageous fortune, y gratuitos son los golpes en la vida, tan fuertes, yo no sé…
Y, a pesar de todo, buen finde.
El Chafa.
Felicidades y bézoz a tódoz en el día de de la Transfiguración de Nuestro Señor… Creo que fue Nuestro Señor el Transfigurado, pero yo podría estar equivocado. Hace tanto tiempo ya viviendo en país de bárbaros, que estas cosas se mezclan con el recuerdo del olor de la hora del almuerzo, mi madre volviendo de la iglesia y otras cosas gratas de esos tiempos…
Chau, hasta luego y reiterado buen finde.
(El Chafa, 6 de agosto de 2004)
jueves, 14 de octubre de 2010
El templo del saber (CHAFA)
--«La escuela es el templo del saber».
Y yo, que podía haber dado otros y múltiples ejemplos diferentes y menos manidos, siempre caía en el clisé «La escuela es el templo del saber« u otra simpleza semejante como «La vaca es un animal doméstico». Y lo hacía porque mis compañeros de curso lo hacían, y el maestro o maestra (cura o monja generalmente) no nos pedía otro ejemplo menos trillado sino que nos llamaba a la pizarra a que lo escribiéramos e indicáramos cuál era el sujeto y cuál el predicado y el verbo y el sustantivo y el adjetivo y yada, yada, yada.
Y digo que yo podía haber dado otros y múltiples ejemplos diferentes y menos trillados porque desde chico, y como para compensar mi ineptitud para los juegos de changuitos de competencia física, fui aficionado a la lectura y a la danza de las palabras. Los juegos de changos --con la excepción del fulbo que me gustaba mucho y que, sin ser de los mejores jugadores, no era de los malos--, me amedrentaban, no me gustaban y en el mejor de los casos, cuando participaba en ellos, yo era un chambón irremediable. Juegos de patio de escuela o calle del barro como «Troya» en el que un muchacho se cabalgaba al cococho o a cuestas de otro, a modo de jinete y, entre muchos jinetes y caballos, trataban de desmontarse a jalones y empujones y pechazos hasta que quedaba una sola pareja (caballo y jinete) de pie e invicta; «Rango y mida» o «Metapaso», juego en el que yo no podía saltar ni el salto más fácil «dos palmadas». Había varios tipos de saltos: «dos palmadas era el más simple; había salto inglés y salto alemán; inglés puro y alemán puro. Sin manos; patada, culazo y lapo que, como su nombre lo indica consistía en dar un taquito, un culazo y un chirlo al muchacho agachado o burro antes de terminar el salto, y otros más complicados y difíciles, que escogía y anunciaba el capitán, quien había ganado su título y autoridad antes de empezar el matapaso, por haber saltado más lejos que todos los otros muchachos, desde una línea marcada con tiza en el suelo. Él también era el primero en saltar, lo que lo favorecía en saltos más complicados como el trencito que era un salto donde varios muchachos después de saltar se ponían al lado del que hacía de burro, de burros también, y el último saltador... bueh ya se acordarán ustedes. Y «Los que quieran prendansén» que ya evoqué antes creo que en esta grata taberna o en otro local que solía frecuentar. En esa ocasión doña Irene nos dijo que ella lo jugaba también y se llamaba «el látigo» como se llama en inglés como pueden ver ut infra.
Bueno, la cosa es que estaba pensado cómo yo, que podía hacerlo mejor, sucumbía voluntariamente a decir lo que generalmente los otros chicos decían, y zampaba mi consabido «La escuela es el templo del saber» u otra simpleza por el estilo, y no me dejaba persuadir fácilmente por los mismos chicos a que jugara Troya, el rango y mida o Los que quieran… Sería que ofrecer las oraciones ajetreadas y gastadas como billete e’ uno no me raspaban las rodillas ni me rompían las costillas ni me recalcaban el cogote y no exigían que mi ‘amá acudiera a la amonestación y a la ubicua antiflogistina.
1 f. Juego de muchachos en el que uno salta por encima de otro que está agachado.
Mil y un nombres del juego de pídola
INFORMANTES DIVERSOS
ENVIADO POR: Julio Ángel Herrador (Universidad Pablo de Olavide, Sevilla)
Nombres recibidos en España
Agache
A la una, mi mula
A la una pica la mula
A la una, la mula
A las una salta mi mula
Araña
Borriquete
Bota la mula
Brinco
Brinquitiburro
Burranca
Burrito
Burrito Ventiuno
Burro
Burro 16
Burro bala
Burro castigado
Burro corrido
Burro diez y seis
Caballo
Canguro
Carga la burra
Carreras a Pídola
Catorce lo perdí
Cero te brinco por chapucero
Cigüeña
Correcalles
Correcaminos
Dola
Dólar
Espolique
Fil derecho
Nuevo-pico
Juego del quince
Jugar a caballito
Jugar a la taberna
Jugar al va burro
Juego del paso
Bombilla
Viola
Lingo
Macho
Mataculo
Mesa
Metapaso
Mide
Mi mula
Mula
Nache
Nacla
Omblígate
Pagar y palmarilla
Panda
Pendola
Pía
Pía maisa
Pídola
Pídolapiola
Píndola
Piola
Pique repique
Potro
Rana
Rango
Recorrecalles
Salta cabrilla
Salta palpo
Saltaborrego
Saltaburro
Saltacabrilla
Saltar al burro
Saltar al potro
Salto al burrito
Salto al burro
Salto al compañero
Salto de lomo
Salto de mula
Salto de pilonets
Salto de rana
Salto del burro
Salto del carnero
Salto de cordero
Salto del conejo
Salto del potro
Salto y paso
Sinada
Toribio
Trotamundos
Una mi mula
Viola
Zapito
Resto del mundo
Cabra-Cega (Brasil)
Saltar i parar (Andorra)
El rango y mida (Argentina)
Springe buk, springvis fremrykning (Dinamarca)
Haasje-over (Holanda)
Saute-mouton (Francia)
Bockspringen (Alemania)
είδος ομαδικής παιδιάς (Grecia)
Cavallina, giocare alla cavallina (Italia)
De pular carniça (Portugal)
перепрыгивать (Ruso)
(الاسم) قفزة الضفدعه, لعبه القفزيه (فعل) يقفز كالضفدعه, يتقدم (Arabico)
קפיצת
Bézoz
(El Chafa en La Taberna, 14 de octubre de 2010)
Noche de Reyes (CHAFA)
Este tango de ut infra era uno de los favoritos del repertorio de mi madre (y el repertorio de mi madre era extenso). Lo cantaba bajito con «su voz de alondra» por los patios, las galerías y los aposentos de la casa mía (QEPD), hasta ahora no sé por qué le gustaba tanto. Sería por lo truculento y melodramático. Esas cosas truculentas y melodramáticas gustan a la gente. A lo mejor tenía que ver algo con mi tía Isabel que, a pesar de que (o quizás porque) tocaba el piano y cantaba muy bien, se casó con un viejo rico que se la llevó a Buenos Aires donde murió, no sé si entre hojas de música en la penumbra de su salón con piano de cola y las hojas de Eva de sus macetones sobrios, o de tuberculosis o de maldeamores o de malmaridada, pero murió joven y, en mi casa, no se hablaba mucho de la causa de su muerte. A lo mejor, pensaba yo, algo sórdido como eso del tango de la noche de Reyes causó su muerte… que querés que te diga: los chicos se imaginan o inventan cosas cuando no tienen mucha información para satisfacer su curiosidad o su congénita perversidad. Pero bue… Una de las cosas que extraño o echo de menos por acá es esa costumbre que llenaba de cantos y músicas y tarareos y silbos la casa de mi juventud. Todos sus habitantes (con la excepción de los gatos que siempre se portaban como gatos) cantaban algo o tarareaban algo siempre o casi siempre; cocinando, regando las plantas, planchado la ropa, jugando al truco (además de los otros cantos de truco, claro) la gente y los animales era un grupo de individuos cantores o silbadores. Y eso era por todas partes. Por ejemplo, la Yola Raña Gaite, una vecina de allende los techos rojos y las paredes blancas y de ojos negros y claveles y labios rojos, cantaba muy bien y, desde que Dios echaba el día al mundo, ella, con toallas a la cabeza y pantuflas en los pieces se movía entre su jardín y su alambre de colgar ropas envuelta en corridos y pasodobles y tangos y zarzamoras y flamencos del colmao y bien pagás. Es la pura; y era muy lindo verla y oírla. Aquí no canta nadie… será que los estúpidos CDs con los estúpidos raps o la estúpida televisión con el estúpido MTV y los estúpidos y ubicuos Boom Boxes y I-Pods han reemplazao la alegría y la pena y la oportunidad de cantar que tenía la gente de mis pagos. ¡Joder!
NOCHE DE REYES (1927)
La quise como nadie tal vez la haya querido
y la adoraba tanto que hasta celos sentí.
Por ella me hice bueno, honrado y buen marido
y en hombre de trabajo, mi vida convertí.
Al cabo de algún tiempo de unir nuestro destino
nacía un varoncito, orgullo de mi hogar;
y era mi dicha tanta al ver claro mi camino,
ser padre de familia, honrado y trabajar.
Pero una noche de Reyes,
cuando a mi hogar regresaba,
comprobé que me engañaba
con el amigo más fiel.
Y ofendido en mi amor propio
quise vengar el ultraje,
lleno de ira y coraje
¡sin compasión los maté!
¡Qué cuadro compañeros, no quiero recordarme!
Me llena de vergüenza, de odio y de rencor.
¡De qué vale ser bueno! si aparte de vengarme
clavaron en mi pecho la flecha del dolor.
Por eso compañero, como hoy es día de Reyes,
los zapatitos el nene afuera los dejó:
Espera un regalito y no sabe que a la madre
por falsa y por canalla, ¡su padre la mató!
Letra de Jorge Curi.
Música de Pedro M. Maffia.
(El Chafa, 16 de septiembre de 2010, en La Taberna del Buda)
domingo, 9 de mayo de 2010
Una sardina (CHAFA)
Este libro y su autor se merecen una sardina, y quiero explicar por qué:
Una vez, de chango, encontré medio olvidao en un cajón de escritorio un pequeño juego de ajedrez que mi tío, el General, había labrao de madera de guayacán muchos años antes y cuando, en vez de balas y granadas, una garuita perenne caía en las trincheras del Chaco. Mi tío, pa' hacerme olvidar la pena y la soledad de una orfandad reciente --y quizás pa' recordar sus treinta y dos momentos de sosiego en la campaña-- me enseñó a mover las piezas y a dar el triunfal jaque mate. Después de que aprendí este juego, empecé a ejercitarlo ávidamente, pero mis primos, más interesaos en los contoneos de las hermanitas Marinoni (hijas del Ingeniero Jefe de la Comisión Mixta Vial Argentino-Boliviana) que en las movidas en amartillados saltos del caballo o las oblicuas intrigas del alfil, me dejaron sin nadie con quien jugar.
Por ventura, pronto descubrí el salón de billares en el tercer piso del Club Social "Tarija", donde había tres hermosas mesas de ajedrez con tableros de vidrio y patas que terminaban en una garra de águila aferrada a una bola. Y, hablando de garras, recuerdo muchas mañanas cuando yo me subía al tercer piso del Club, despacito y taimao pa' que León (de verdad, así se llamaba), el mozo calvo y regañón que dormitaba cerca de la puerta principal del Club, no me agarrata en las suyas. Cuando alcanzaba la seguridad silenciosa del tercer piso sin incidentes, me escabullía a la soleada soledad del salón y allí, frente al tablero, me ponía a analizar partidas o a imaginar estrategias y movidas.
Una de esas mañanas, un profesor de Literatura del liceo de señoritas, muy aficionado a las damas (la ambigüedad es intencional) y amigo del ajedrez, subió al tercer piso a reclamar la posesión de un olvidado cuaderno, creo, y me encontró, o mejor, me sorprendió sentao frente al tablero. Después de amonestarme profesorilmente por mi clandestinidad (el Club y el salón estaban reservados para socios), me llevó y me dio entrada a la especie de club político, social y de ajedrez que funcionaba en la tienda de Juan Choque, en la Casa Dorada y en plena esquina de las calles Gral. Trigo y 15 de abril. Ya ni me acuerdo qué vendía don Juanito en esa añorada tienda; ¿serían repuestos para automóvil? No sé... la cosa es que detrás de la puerta, y en un rincón más bien amplio, había una mesita con un tablero y unas cuantas sillas desiguales donde se sentaban los ajedrecistas y los mirones. Frecuentemente había otros mirones de pie, detrás de los principales, comentando, pitando, o esperando su turno pa' ocupar una silla. Eran como siete u ocho los regulares, además de unos visitantes esporádicos que caían de vez en cuando: el anfitrión, por supuesto, era Juan Choque (de quien una tía mía juraba no comprender "cómo un hombre tan bueno y tan caballeroso como él podía ser movimientista") que, además de ajedrecista empedernido, era prominente guitarrista de "La estudiantina", conjunto de musiqueros que aparecía en público cada 21 de septiembre y que lo integraban, entre otros, don Juan de Dios Sigler en la mandolina y, creo, don Carlos de la Serna en la guitarra segunda. El profesor de Literatura aficionado a las damas y otro de Geografía con perfil de loro y el sonoro nombre de Cástulo Paz Anes, formaban el frente docente sindical. Nilo Soruco y sus hermanos Firmo y José estaban en el sector de izquierda progresista, y un señor de cejas hirsutas y de apellido Figueroa, comerciante minorista y movimientista como Juan Choque, constituía el sector oficialista y mercantil con el dueño de la tienda. El otro miembro del sanctasanctórum y, para mí, uno de los más interesantes, era don Nivardo Aguirre Lema, hidalgo tarijeño, terrateniente modesto y esforzado, espíritu independiente, y poeta de exquisita sencillez.
Los ajedrecistas que conozco tienen por costumbre repetir gestos peculiares o musitar reiteradamente ciertas frases específicas mientras aguaitan la jugada de su oponente o piensan ejecutar las suyas; los que conocí en la tienda de Juan Choque no eran la excepción y, cada quien y cada cual, usaba una muletilla, o un gesto o un tic, que lo caracterizaba y que, a veces, lo ayudaba a desconcertar a su rival: "¿Cuántos pares son tres botines?", decía uno; "Cuando el changuito es panzón, es al ñudo que lo fajen", decía otro; Nilo Soruco tamborilleaba los dedos en el tablero y tarareaba quizás el germen de las cuecas que lo iban a hacer famoso años después. O decía: "¡Ay..., alcalde, que me llevan preso!..." (este dicho tenía, además de su elemento de sonsonete, y gracias a la eficiencia de un collita de cara esquinada, de pelo rebelde y de apellido Cata que era teniente de carabineros y jefe de lo que entonces se llamaba el "Control Político", un frecuente toque de realidad para Nilo).
Bueh... eso de "¡Ay..., alcalde, que me llevan preso!" o "¿cuántos pares son tres botines?" o "agarrate, Catalina, que vamos a galopiar", tenía más o menos cierta relación con las vicisitudes del juego y, según entiendo, era como decir "¡cuitado de mí!", o "¡¡amalaya!!" o "ahí te quiero ver" u otro lamento o fanfarronada similar, pero ¿"...se merece una sardina"?...
Así que una tardecita de esas, intrigado e insistente, yo le pedí a don Nivardo que me explicara esto de la sardina (yo era pendejito entonces, y aparte de jugar al ajedrez conmigo, los miembros de este venerable club no me llevaban el apunte mucho; la excepción eran Nivardo y Nilo, que siempre me hacían preguntas o, de otra manera, me hacían partícipe de la tertulia, aunque esta fuera poca, incoherente y repetitiva, siendo, como era, que todos o la mayoría andaban con las narices colgadas sobre el tablero o metidas en las tribulaciones y los triunfos de los contendientes).
Bueno, la cosa es que esa tardecita no había mucha actividad en el tablero, poca en la tienda y casi ninguna en la calle; estaba lloviznando desganadamente afuera y, adentro, el ambiente invitaba a una anécdota o a una confidencia; don Nivardo carraspeó un poco pa' aclararse el gaznate y, pa' llenárselo otra vez de alquitrán y humo espeso, encendió un "Astoria" y empezó a decir ma' o meno': "Mire, Chafallito (me trataba de uste', no por respeto, sino por afecto; yo a él, por las dos razones), como uste' sabe, yo tengo una finca en Iscayachi, y allá, el trabajo --como todo trabajo de campo-- es duro pero lindo y noble. Hay ocasiones en que yo solo no me doy abasto, y tengo que recurrir a la fuerza y la buena volunta' de los chapacos de estos lares; les pago, claro, pero la faena es difícil y ardua y, por mucha volunta' que uno le ponga, la cosa se hace cuesta arriba: hay zanjas que vacar, pircas que apilar, corrales por construir, ovejas que juntar, maarcar y curar; domar caballos, en fin, es una de nunca acabar... así que los peones a veces desfallecen y flojean un tantito, y la coquita y el pisco, aunque ayudan en ocasiones, no alcanzan ni llegan hasta donde yo quisiera que llegaran... Pero fíjese, aparcero, que un día especial de esos que nos da el Señor, yo encontré la solución pa' mis faenas (exactamente cómo y cuándo la encontró, no me lo dijo o, si me lo dijo, nomiacuerdo) y ahora los peones trabajan como sansones; tanto, que les anda escaseando tierra pa' cavar, pircas pa' apilar, caballos que domar y ovejas que trasquilar; cada cual queriendo aventajar al otro en rapidez y esfuerzo, y todo esto na' más que pa' merecer y ganarse el premio que le doy al mejor al fin de la jornada. No hay nada, le digo en oros, que lo codicien (codicién, decía don Nivo, con acento en la e, como buen chapaco) con más ganas, ni que lo tengan en más alta estima".
--¿Y qué es eso, don Nivardo? --le pregunté yo, más intrigao que nunca.
--¡¿Y qué ha de ser, cumpita --me respondió él, medio socarrón y con una sonrisa tan amplia como se lo permitía el ceniciento Astoria colgao, como cholonca, de la comisura de los labios-- si no una lata de sardinas?!
Y ahí y entonces entendí por qué, cuando don Nivardo veía peones o caballos haciendo faenas prodigiosas y labores encomiables, ¡"se merecían una sardina"! Bueno, don Nivardo, su recuerdo en mi memoria y su librito --tan lindo y fresco-- en mi escritorio ¡sí que se merecen una sardina!... así que aquí va pa' uste' ésta, que la tengo y la llevo, desde changuito, cerquita de mi corazón, y el versito que sabíamos repetir en la escuela:
En el cielo las estrellas
en el campo las espinas
y en el fondo de mi pecho
¡una lata de sardinas!...
Bézoz a todos.
P.D. El librito de don Nivardo, ahora en mis manos (gracias, cumpa Villena, ¡y gracias a doña Hilda!), es realmente una joya, así que perdónenme si me presto unos símiles de Neruda pa' describirlo: "claro como una lámpara / simple como un anillo".
(El Chafa, en algún foro hace añares).
jueves, 25 de febrero de 2010
Cosas que no hago (CHAFA)
Cosas que no hago (y que quisiera hacer) desde hace añares:
(Ut supra, tres veces el verbo hacer, lo siento).
-- Repicar las campanas de mi Iglesia Matriz para llamar a la Misa de Once del domingo.
-- Remontar un barrilete más allá de los álamos amarillos del otoño
-- o hacer bailar un trompo sobre las lozas de mi patio entibiadas por el sol de la tarde.
-- Comer higos al pie de la higuera (nunca me gustó tomar leche al pie de la vaca. Era una leche tibia zumbada de moscas y de un acérrimo sabor a crudo. Pero higos al pie de la higuera, ¡una maravilla!). No sé por qué esta actividad tenía fuertes matices sensuales para mí. Sería porque mis primas, trepadas en la higuera y queriendo sin querer, me mostraban sus verijas rosadas y sus calzones umbríos, o sería por los higos mismos atrevidamente dulces y rosados tirando a rojo. No sé. Pensándolo bien, me gustaría volver a comer higos frescos aunque no fuera al pie de la higuera.
-- Bailar un bolero chick to chick con una muchachita olor a verano y lluvia (tu pelo tiene el aroma de la lluvia sobre la tierra) y al compás de una orquesta en vivo. Si fuera posible, con el baterista medio empedao y el saxofonista medio dormido.
Hay más pero por el momento estaba pensando en éstas.
Bezo a tódoz
(El Chafa, en La taberna, 24 de febrero de 2010)
martes, 16 de febrero de 2010
lunes, 15 de febrero de 2010
La verdad de la milanesa (CHAFA)
Fijate vos cómo son las cosas: esta mañana yo estaba al borde de una de esas amargas y caliginosas lagunas, y a punto de sumirme en la ontológica zambullida de, si no la desesperación, la fiaca y el aburrimiento; 'taba pensado que tengo que ir a la peluquería donde no hay una peluquería, de modo que me espera el "beauty salon" de la parlanchina Karla; después, tengo que hacer unos papeleos que no me van a traer ningún beneficio, pero van a evitarme un desastre; luego, tengo un problema casi insoluble con una cebolla colorada y una naturaleza muerta que ando tratando de terminar y que me está quitando un montón de tiempo y dando una punta de canas y, encima, estaba pensado que es hoy es Lunes de Carnaval en Tarija... y las albahacas y las humintas, y las muchachitas que son una maravillosa síntesis de las albahacas y las humintas y qué lindo cuando llueve y ¡que lo parió! en fin, etcétera... pa' qué te cuento...
(El Chafa, en La Taberna del Buda, 8 de febrero de 2010).
Es un latido doble (IRENE)
Tal vez es un destrozo esto que sigue, pero no puedo traerlo todo, no me cabe en las sensaciones. Llegué muy despacio a estos versos. Y me fui anocheciendo despacio, amaneciendo despacio, igual que el día le entra a la noche, lo mismo que le responde la noche al día.
Empecé antes, pero traigo los primeros aquellos versos que ya me habían cazado estos días, esa metáfora, esa imagen de la siembra al voleo:
Yo debo andar cielo y tierra
igual que siembra al voleo.
Seguí viendo un quebracho abuelo, rejuntador de pájaros en el vigor de la tierra:
Abuelo de antigua luna
patria boreal de los pájaros
desde el vigor de la tierra
alza su sombra el quebracho.
Y después la sonoridad que tienen estas palabras. Hice el ejercicio. Lo paré todo. Las pronuncié. Ellas solas cantaron:
El duende de la madera
duerme un sueño milenario,
un siglo de viento verde
en donde canta el verano.
Y llegué hasta aquí. ¿Qué puedo hacer con esto?, ¿dónde lo pongo?, ¿dónde meto al Chaco, a la luna, floreciendo juntos en la madera instrumental cuando canto?:
Esta guitarra que toco
no olvida su entraña de árbol,
su raíz de Chaco y de luna
florece cuando yo canto.
Zamba de monte y hacha. ¡La voz de Gómez, por Dios!, y estos versos, claro:
en la fogata de los hacheros
quema recuerdos la soledad.
La Juana es como mi sombra. Y la voz de Gómez tiene su sombra en la de los muchachos, que la siguen. ¡Velay, mi Juana! siempre le digo, ¡tan tierno que se lo dice!
La Juana es como mi sombra
anda siempre 'detrás mío'
si la muerte me da alcance
se la ha de llevar conmigo
¡Velay, mi Juana! siempre le digo.
¿Y esto?, ¡la ruda paz!:
El mate de mano en mano
junta silencio en la ruda paz.
Y de pronto la alegría del corazón carpero. Me recuerda los versos de Ovalle a Dávalos: “Qué alegre, cumpa, qué alegre te siento cantar en mí”. Aunque la repentina alegría se ensombrece con el contenido de los versos:
Traigo un corazón carpero
desde el rigor de la zafra
y el oficio del machete
relampagueando en el alba.
Díganme si no es amarga
la dulzura de la caña.[…]
No hay año que no lo vean
regresar con su majada
llena la alforja de sueños
y al final vuelve sin nada.
Díganme si no es amarga
la dulzura de la caña.
El junco de su pollera pasó cantando en mi sangre. ¿A qué afortunada mujer le dijo esto Tejada Gómez?, ¿a quién se lo diría Pedro Changa?, ¡el junco de su pollera! El junco, ¿lo veis?, el junco cimbreño y fresco, bailaor, cantaor en su sangre, ¡ole!:
La vide venir cuerpeando
al aire azul de la tarde
y el junco de su pollera
pasó cantando en mi sangre.
¡El pecho de los álamos!, qué cosa tan imaginativa:
Esta mañana tenía
fresco rocío al costado
le parpadeaba la luz
sobre el pecho de los álamos.
Pero Pehuajó viene entero. Pehuajó es sagrado. No puedo tocar ni un espacio. Me emociona hasta el latido de su “tucutum tucutum, tucutum tucutum”, que resume para mí en percutora metáfora este día de hoy y toda esta expectoración con que os aporreo. Tucutum tucutum. Ahí está todo. Es un latido doble. Si hay alguien que no haya puesto todavía sus ojos en absolutamente todas estas palabras, puede que ahora sea un buen momento para caminarse esta huella. Ni siquiera retinto un verso: no tendría sentido retintarlo todo.
Anduve por Pehuajó
para el tiempo de la trilla
cuando el cielo era un incendio
sobre la luz y sin orilla.
Vi morir los girasoles
bajo un ocaso muy lento
y en tus ojos ese azul
que tiene el mar a lo lejos.
Te vi venir del galpón
ceñida la luz de enero
y toda la pampa gringa
era un trigal en tu pelo.
Nunca sabré qué te dije
detrás del molino viejo
pero es que en el corazón
me hacía bulla el silencio.
Nunca olvido a Pehuajó
cuando el cielo era un incendio.
Llegué buscando trabajo
y me llevé tu recuerdo.
Después de esto, después del molino viejo, detrás de él, la urgencia del silencio y no sabemos qué más… no puedo seguir. Mi corazón tiene un nuevo estilo. La sangre me recorre dos veces por latido en Pehuajó. Es un recorrido doble. Es un latido doble.
Y ahí os dejo todo esto. No tiene por qué ser verdad.
(Irene, en el Foro del Folklore Argentino, 30 de enero de 2010).
lunes, 21 de diciembre de 2009
Me quema y mi boca quiere florecer (IRENE)
.
En julio de 2003 recibí una cinta de casete. Varias cintas de casete. Una de ellas, con la misma caligrafía exquisita de todas, rezaba: "Eduardo Falú".
Varios amigos me habían mencionado ese nombre, y todos, con su acento escrito me habían hecho llegar la misma consigna: "Vos tenés que escucharlo a Falú". Así que Picotto me lo presentó como su compadre, y Chafallo me mandó aquella caligrafía que empezaba a sonar desde sus artísticas y delicadas sílabas negras.
Con cierta inquietud y emoción metí esa cinta en el aparato y me volví a postrar en el teclado haciendo otras cosas. Pensé prestarle atención de fondo a lo que vendría camino de mi espalda, en el aire de aquí, lejano y granadino, repleto de zumbadoras cosas pendientes que debía hacer ese mediodía.
Antes, guardé para siempre con mucho respeto y casi sagrada devoción el papel acolchado en que habían viajado tan cuidados esos tesoros desde la clara Iowa City.
Lo que sonó unos segundos después fue lo primero que suena en este vídeo. En mi afán organizativo, yo etiqueté en mi corazón esa canción como "Tejedora belenista". Tiempo después averigüé que se llama "La catamarqueña" (M.J. Castilla; E. Falú). Sonó la virtud de una guitarra que me llevó inmediatamente a aquel empape de flamenco que viví unos meses en el Centro Andaluz de Flameco, en la gaditana Jerez de la Frontera. Melchor de Marchena se me vino al cogote y de sopetón. Veía el recuerdo de sus dedos mientras oía los primeros arpegios y acordes de Falú. Pero fue cuando él empezó a cantar cuando se me separó la ropa del cuerpo y me volví como un resorte a ver girar los pinchos de la cinta. Olvidé toda la urgencia que me tenía de espaldas a Falú. Aquella voz troncal y plañidera parecía nacer de una semilla vigorosa oculta en las entrañas de la mismísma tierra. No podía ponerle imagen a la cara del maestro, no podía averiguar si era joven o viejo, ni su estatura. Era una voz esencial. Una voz cántaro, roble, barrica de vino, bombo legüero. Era una voz de cosas primeras. De arado. Era la voz de la raíz de los árboles. El campo cantando en su rigor. Con Falú y con Marchena se me mezclaron adentro mis recuerdos de pueblo y de infancia, cuando las vacas parían terneros en mi presencia y yo veía al arado escribir sus coplas en la tierra con el fondo de la música callada que decían mis cerros intactos desde lejos.
La letra de "La catamarqueña" me alertó y me interesó el corazón. "La tierra por dentro, de tanto cantarla, me quema y mi boca quiere florecer". Esa era una imagen mía, y me llegaba desde lejos, llegada de más lejos, y había nacido antes que yo.
Cuando uno encuentra algo que lo identifica a uno, se siente hermano de inmediato. Y se siente protegido, como si lo que uno piensa hubiera encontrado cuna y regazo en otros. En aquel minuto se estableció un triángulo imborrable: Argentina, Iowa City y mi infancia andaluza se habían encontrado en el colibrí de los dedos de Falú y en su voz, y volaban y saltaban de un continente a otro, un instante como límpida golondrina y al siguiente como un potro desbocado de arcilla y sangre.
El recuerdo de este vínculo es un ciclo inevitable sobre el que tengo que escribir cada tanto. Porque esa voz y las manos que me la trajeron no las puedo olvidar, porque "por donde me vaya me sigue esta zamba y en su pañuelito florece el nogal".
lunes, 2 de noviembre de 2009
Malvaloca (IRENE)
El Centro Andaluz de Flamenco, durante ese tiempo inquietante (por inseguro y sereno a la vez), fue el lugar donde me bebí mis propias borracheras sin ni siquiera tomar un caldo. El ambiente era de lo más desolador: un rascacielos en las dunas del desierto. Un tremendo espacio, rico en archivos, amplias salas de baile, de proyecciones, muebles lujosos y mal gestionado, con escasa asistencia de usuarios, donde sólo iba algún gitano que otro al que nunca atendían como la educación, el derecho y el respeto obligan.
Había revistas con entrevistas a personajes de leyenda: el Borrico de Jerez, Tía Anica la Piriñaca... las arrugas de los rostros de aquellas fotos se entreveraban y confundían con las arrugas del texto de sus respuestas. La filosofía de aquella gente de mandil y garrota merecía un lugar en la Historia del pensamiento. Y allí estaba yo, con hambre de pan y oportunidades. Y con muchas ideas, muchas, muchísimas ideas para analizar todo aquello y darle rumbo. Había cientos, miles de grabaciones, y dos salas con todos los requisitos técnicos del momento a disposición de cualquiera que los demandara... A disposición de tres, en realidad, incluida yo, tal era la pésima gestión y el escaso público. Y cientos también de películas de reuniones flamencas en peñas, en festivales, en bares, en casas. Lugares que se iban llenando de sudor de cantaores y del vapor de mi propio cuerpo temblando, esa carne... ya lo he dicho.
Allí decidí que el mejor cantaor que ha nacido fue Manolo Caracol, la mejor cantaora La Niña de los Peines, y el mejor tocaor Melchor de Marchena. Lo vi todo. Lo escuché casi todo. Leí buena parte de aquellas revistas, lo nuevo y lo viejo, y esas conclusiones fueron el resultado. Allí un día, en marzo, justo cuando la primavera rompe a parir, vi por primera vez los veinte minutos que anoche recuperé. Entré desde aquella sala en la propia casa de Manolo Caracol, y llegué justo al centro de su gravedad interpretativa. Cuando la carne nombrada se estremece y entonces se manifiesta, al cantaor se le pone cara de muerte viva; o de vida que hunde las manos en la muerte, y le arranca sangre caliente y fría, y la lleva hasta el mismo timbre, hasta el mismo quejío con el que se revoluciona y vuela. Allí entendí por qué dan ganas de romperse la camisa, y pude sentir una violencia apasionada que me hacía llorar por dentro de alegría y gravedad. Aquellos archivos fueron mi amante y mi dueño, el amigo que me veía volver, el que me obligaba con sus preguntas a ver las cosas desde otras perspectivas también mías. Fueron la sed que yo tenía. Y el manantial de mis necesidades.
Caracol ni siquiera tenía que empezar a cantar: su estampa que el tiempo deformó era el único motivo para que todo empezara a arder ("la yesca que es su sola presencia"). Los golpes a compás con el vaso sobre la mesa, y esos ojos que difícilmente se abrían mientras cantaba, la voz nacida en esa carne... Caracol cerraba los ojos y extendía corazón y pulgar tocándose las yemas, dejaba escapar solo un sonido, un ay incompleto, el segundo de voz con que se calienta el alma para arrancar momentos después con una palabra entera, y uno sabía que estaba oyendo algo imposible. El sonido en su grado más alto de la expresión. No era queja, era herida. No era pasión, era sangre.
Manolo Caracol no tenía que elegir una letra profunda: su propio modo de decirla era la hondura. Podría haber pronunciado en su cante las palabras "libreta", "formación", "arquitectura", "cuenta corriente", y entonces ellas hubieran adquirido una hondura imposible de otro modo.
A su lado, Melchor de Marchena --quien comparte con Juan Carlos Saravia, de Los Chalchaleros, el aspecto de comerciante y la capacidad sorpresiva de lo insólito-- recostaba su cabeza en la guitarra. Nunca en mi vida había visto unos dedos tocando tan lejos de las cuerdas ni una mano tan al aire y desprotegida, sin apoyos; y nunca una cara (y en ella claramente el corazón) tan cerca de las caderas cimbreñas del instrumento. Comparte también virtud con Falú: dedos en armas contra todas las fuerzas de la naturaleza. Dedos invisibles como alas de colibrí, y esa cara pegada como en un baile a la madera caliente y sonora. Parecían una pareja tocándose a la luz de una farola, desnudándose en medio de una ternura de abismo. La guitarra de Marchena era una mujer, estoy segura.
Yo quiero decirle una cosa:
se ha muerto mi morenita,
quiero contarte yo una cosa:
que por qué mi Virgencita
m'había quitao a mí a mi Rosa
que hasta muerta era bonita.
Malvaloca,
qué bien te pega ese nombre,
quién te puso Malvaloca,
Malva porque eres mu güena
loquita porque quieres tú a un hombre
y ese hombre quiere a otra.
(Fandangos)
(La taberna, 12 de febrero de 2006)
.
martes, 20 de octubre de 2009
domingo, 11 de octubre de 2009
Mercedes Sosa, artistas y amigos la despiden (IRENE)
Tomado de "Todo Noticias, periodismo independiente", http://www.tn.com.ar.
Mercedes Sosa, Cantora (IRENE)
Para mi gusto sobra la Sole, y no entiendo el idioma León Gieco ni el idioma Fito Páez, pero me gusta ver ahí a Serrat, y es tremendo el afecto de Vicentico (¡cómo canta Vicentico!), Charly García y Caetano Veloso.
[Tomado de "Todo noticias, periodismo independiente": http://www.tn.com.ar/, y perdón por no cortar los cuasi dos minutos de publicidad del principio].
miércoles, 18 de marzo de 2009
La López Pereyra (IRENE)
Si pudiera tenerte siempre... Si levantara la vista y fuera verdad que te veo... Si volviera a la cocina y quisieras agua desde lejos... Te podría contar muchas cosas. Podé el limonero y la moreda. Arranqué la mala hierba y la tierra huele a limpio. Hay sitio ahora aquí para la primavera. En las sábanas hay claveles blancos, vino en las copas, florecillas por todas partes. Pero jamás, jamás. Es inútil. Me persigues y no estás. Y es inútil. Lloro y grito en silencio, y estoy en pleno dedicada a quererte, para nunca y para siempre.
Dicen que no me quieres. Lo dice tu mirada que falta, tu esperanza que falta, tu horizonte que falta, y las palabras y el escozor de entonces, que ya no están. Nada de eso es cierto ni razón de olvido, aunque ni tú miras ni yo vivo. Sólo puedo esconderme, buscar de llanto una espesura y esperar a que nadie me encuentre. Así, desterrada y sola, tal vez pueda apartarte, difuminarte el rostro con mis lágrimas, y luego tus ojos, esos dos lobos que me siguen y me miran. Y olvidarte.
Late ahora una noche entregada en calma por sobre las ruinas. Las afueras tiritan azules. Las estrellas tiritan intactas. Una me guía y brilla. La miro, me guía y pido, por favor, que me traiga al alma resignación. Que me traiga al alma resignación.
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viernes, 30 de enero de 2009
Yo tengo rimeros de libros (CHAFA-IRENE)
Y de hace tiempo; unos ocho años quizás...
Yo tengo montones de libros... en serio, montones o, mejor dicho, pilas, rimeros de libros. No digo que tenga una gran cantidad de ellos; quiero decir que a mis libros favoritos, en vez de ponerlos en anaqueles, los tengo apilados sobre el piso. Ahí están, en el piso a ambos lados de mi catre en mi dormitorio, o en mi salita de estar junto a un viejo pullo chapaco de la época de los montoneros que hace las veces de alfombra.
Uno sobre otro: Dickens encima de García Márquez; Cortázar debajo de una Cartografía medieval; Proust sufriendo el peso de Poesía lírica española y, a su vez, agobiando a Galeano; García Lorca en la base de la pila que forman un Bestiario, Gibbon, Woodehouse y Góngora, y que culmina con Jorge Amado, Faulkner y Machado de Asís. Hay otros, claro está, que, circunspectos y ordenados, ocupan dos anaqueles modestos cerca del televisor, pero mis cumpas, mis amigos de trasnochada, son esos que están amontonados cerca del pullo de marras, o al lao de mi mesa de luz, apilaos a ambos lados de mi cama, flanqueando e inspirando
mis sueños y pesadillas o distrayendo y aliviando mis desvelos.
Aquí, en mi querido país adoptivo, hay una suerte de frivolidad acerca de los libros; será otra consecuencia de la abundancia, pienso yo, pero la cosa es que aquí la mayoría de la gente trata a los libros como la mona. Por ahí andan los pobres libros, descuajeringados y llenitos de páginas subrayadas (¡con tinta!) o dobladas sus esquinas a guisa de señal; páginas con comentarios escritos en los márgenes y oraciones o párrafos enteros desfigurados por un área de ofensivos y ácidos colores vomitados por los condenados "highligh markers", instrumentos del demonio (perdón, pero no sé como se dirá highlighter en castellano; como muchos mentecatos que no viven aquí tienen el prurito de imitar todo de lo que se hace por estos lados, me imagino que ya usan esos malhadados "markers" para mancillar los libros en mi Lejano América y a lo mejor los llaman marcadores o algo similar e igualmente abominable). Para mí, maltratar o escribir en un libro --a menos que sea una discreta dedicatoria en la anteportada, o el apresar la memoria enamorada de una rosa entre sus páginas-- es desacralización, sacrilegio y profanidad: ¿escribir, subrayar y colorear en las páginas de un libro? ¡Válgame Dios!... ¿Doblar sus esquinas como marca?... ¿Dónde se ha visto semejante salvajismo y barbaridad? Los libros, damas y caballeros, son amigos fieles y sinceros y, como tales, merecen respeto, cariño y cuidado; y algunos de ellos que se hacen especiales compadres de cama y rancho y favoritos y sempiternos compañeros, se quedan con uno, y con uno se vuelven viejos (entre otros, yo tengo dos tomos del Quijote, Confieso que he vivido de Neruda, y un ejemplar de un Pequeño Larousse Ilustrado de tapas anaranjadas que han alcanzado ese venerable estado). Por eso, y por otras válidas razones que tienen que ver con la nostalgia y la cultura, hay que hacer todo lo posible para que estos cumpas envejezcan con dignidad y respeto, y no porque estén viejos y arrugados --y aunque fueran nuevos y flamantes-- es cosa de andar garabateando o doblando y mutilando las esquinas de sus páginas o coloreando párrafos enteros de su texto con sicodélica impertinencia y desenfado, así ellos estuvieren sobados y manoseados como una amante reiterada, o anduvieren con el lomo agobiado por el uso y las entrañas amarillentas y frágiles por la edad como su dueño y vuestro seguro servidor, en este caso.
Dicen las gentes que es muy mala educación, cuando uno es invitado y bienvenido en casa ajena, ir a atisbar en el botiquín del cuarto de baño so pretexto de responder al ineludible llamado de la madre naturaleza y con el objeto de descubrir secretillos y la esperanza de develar secretones acerca de los invitantes; yo estoy de acuerdo con eso: si uno quiere discernir la calidad moral y la entereza humana de sus anfitriones, no vaya a meter las narices al inodoro ni al botiquín del
baño pa ver los anticonceptivos, los laxantes, las ungüentos para el acné, los fijadores de dentaduras, o los frasquitos de viagra, de que se sirven sus anfitriones en su diario afán de vivir, no; además de ser un abuso de confianza y una fisgoneada censurable, es inútil porque eso
quizás nos diga algo de los hábitos digestivos y las pequeñas maculas corporales y las deficiencias eréctiles de los dueños de casa, pero no nos dice mucho acerca de sus almas. Lo más discreto, y lo socialmente aceptable, es ir a husmear por el lao de su biblioteca e investigar qué clase de libros habitan en esa casa; "por sus libros los conoceréis", digo yo, y en cuanto me abren las puertas de una casa ajena, me las arreglo pa' echar un vistazo a la biblioteca (lo mismo hago, fíjese, siempre que llego a una ciudad nueva; puedo describir con detalle las bibliotecas publicas y universitarias de varios pueblos donde viví en los últimos quince años). Un dueño de casa que dé albergue al Lazarillo de Tormes, o que comparta su lecho con Madame Bovary o Dona Flor y sus dos maridos, o su cena con Oliver Twist o David Cooperfield, o una buena
pipa de tabaco de Virginia con Huckleberry Finn, o una cerveza helada y un sándwich de jamón con queso con Philip Marlowe, no puede ser del todo malo. Por lo general, la gente que tiene cariño a la lectura, la gente que lee porque le gusta y no porque tiene que leer, también tiene
respeto por la integridad física, la presencia material --por más modesta que sea-- de un libro. Sé de dos o tres excepciones a esta observación que todavía me dejan perplejo y no entiendo cómo se puede reconciliar, cuando se trata de libros, esta dicotomía entre el aprecio por el contenido y el desprecio por el continente.
Ahora, prefiero no creer y no quiero sugerir que *toda* la gente que físicamente trata mal a los libros también maltrata a sus hijitos, destierra a gatas puerperinas después de ahogar a su camada, y no paga sus impuestos al fisco, no. Conozco alguna gente idónea y con sólidos
valores ciudadanos, padres abnegados y generosos, profesionales responsables que, a pesar de esa virtudes, tratan muy mal a sus libros; intrigante e inexplicable paradoja, pero quiero creer que esto ocurre, especialmente --y quizás exclusivamente-- aquí, donde el prosaico afán de vender tantos libros y highlighting markers como sea posible, ha hecho que la conciencia publica y común perciba los libros como objetos materiales consumibles y desechables, como muchas cosas son percibidas y presentadas en este país de almaceneros (cierta evidencia sugiere que
este desprecio por la integridad física de un libro, esta desfachatez grafica, empezó a tomar raíces en este país durante la abundancia económica y la engañosa inocencia de los años cincuenta, después de la segunda guerra mundial y durante la de Corea. El espíritu y la intención
con que los "paperbacks" fueron creados, también contribuyo a esta deplorable y bárbara costumbre).
Los que tenemos afecto y afición por los libros sabemos que ellos son como amigos de confianza, como novias, como paisajes privados y exclusivos, por eso uno debe cuidarlos con esmero y esmeradamente cuidarse y mirar bien a quien se los recomienda y con quien se los
comparte. Recomendar un libro, es decir realmente recomendar un libro de corazón, es más o menos como desnudarse por primera vez frente a una amante en ciernes, con todos los riesgos y las ventajas, con todos los fracasos y logros, con todas las alegrías y decepciones que esta
operación puede acarrear tanto para el "denude" como para la expectante pareja, este esta última vestida, desnuda o semidesnuda y en plena luz o todo a media luz, a media luz los dos. No me refiero al riesgo de que algún despiadado filisteo lo subraye, pinte o doble (y no es que no
haya bárbaros salvajes que subrayan, colorean y escriben sus entúpidos comentarios y observaciones personales en libros que ni siquiera les pertenecen. He visto sus huellas de pollinos en ejemplares que pertenecen a la biblioteca pública o universitaria, ¡qué lo parió!)
no, sino a la revelación que un libro recomendado hace acerca del recomendador; dime lo que lees y te diré quien eres, si me permiten la parafrase.
Sé que esta reverencia --algunos dirán obsesión-- que tengo por los libros me viene desde mis años changos; en mi casa los libros, como los gatos, eran ubicuos y tratados con cariño; se los encontraba en la mesa del comedor grande, sobre los topes de mármol de las mesitas de luz, en los sillones viejos del salón, en el reclinatorio de la abuela, y a pesar de eso, siempre andaban íntegros y bien cuidados, pulcros los más, y algunos viejos, prolijamente remendados y curados con una combinación de engrudo chirle de almidón de arroz, papel de seda y gasa que mi tío y mi madre cuidadosamente concertaban para ese propósito. Será, reitero, que la guita y la procaz abundancia de bienes materiales hace que aquí los libros sean tratados como lo son. Similar
destino de desprecio y olvido aguarda a los modelos viejos de computadoras, por acá: "gracias por el servicio prestado y la información proporcionada; hasta luego y ¡chau pescau!" (claro, sería absurdo, sino imposible, esperar que uno tenga una biblioteca de computadoras viejas: una especie de computeca, pero la comparación, si me la permiten, es hasta cierto punto válida y viene al caso). Pero a mí eso me tiene sin cuidado, pues estas máquinas inverosímiles, a pesar de que me causan un justificado asombro y una admiración de aborigen, no evocan, para mí,
los mejores días de mi soledad, ni las horas más doradas de mi infancia.
Bézoz a tódoz.
Publicado en La Razón (La Paz, Bolivia), el domingo 14 de marzo de 1999.
(Chafallo, 23 de abril de 2008)
Casi me avergüenzo, pero no. No, porque ya estoy acostumbrada a esta costumbre tuya de tocar los libros como a una primera novia. Y tampoco porque de nuevo tengo una ambivalencia y, por esto, me puedo poner en contra.
Ambivalencia porque, con el esmero y la virtud del texto, si en él dijeras que no hay cosa más bendita que beber vinagre con alquitrán y pelos de gato, aquí tendría un vaso ahora en vez del agua que bebo. Quiero decir que te doy la razón y que tus palabras convencen, no sólo por lo que dices sino porque la fe con que lo dices se contagia. Sin embargo, por otro lado, esa razón que te doy, te la quito en mi práctica de tiempos pasados.
Cuando los vehículos que yo manejaba eran libros, de lectura o de estudio, usaba esa práctica de subrayar y comentar con tinta. No doblaba esquinas ni utilizaba los fosforitos, como familiarmente se llaman por aquí estos rotuladores (también rotuladores, como dice Yolanda, pero fosforitos para distinguirlos de los normales). Tal vez en algún libro de estudio de mis últimos años. Por eso y porque me gustaba tener los libros originales siempre los compraba, y alguna cerveza que otra se me ha ido en comprar ediciones caras de libros de mi carrera, pero preciosos, con todos esos tipos y caligrafías desde el inicio de la escritura, los trazos cuneiformes, los jeroglíficos, los diseños de los primeros impresores... Aquí los tengo, puedo verlos, y ahora me alegro de haberlos comprado. Mis compañeros, si los conservan, los tendrán en bolsas, en el trastero de la casa de sus padres, porque los fotocopiaban enteros y los tenían así, horribles, con una encuadernación de gusano, grises y fríos, en bolsas de la Copistería Leo o cualquier otra.
Pero vayamos a los de lectura. Esos también los compré y no me gustaba prestarlos ni que me los prestaran. Escribí en ellos con tinta. Apenas tengo novelas, pero tengo muchos libros de poesía. Esos venían a mí y hubo una época que me encandilaron. Antes de complicarme la vida y de dejar de hacerlo todo exclusivamente para mí, y cuando tuve que ponerme en tren de hacer cosas para otros pues eran mi responsabilidad directa, el tiempo lo pasaba entre las clases, los bares y los libros. A veces se mezclaba todo. Neruda estaba sobre mi pupitre con su Canto general cuando estudiaba Derecho. Tardé unos 6 meses en leer ese libro. Me resultaba duro y difícil de asimilar, pero me fascinaba cada verso. O Cernuda se venía conmigo en "Las ruinas" a La tertulia. La cesta de mi moto era perfecta, pues tenía el tamaño de las páginas de los libros de poesía, que generalmente tenían el mismo tamaño. Yo anotaba cada idea, subrayaba cada fascinación, anotaba sensaciones, y relaciones entre unos y otros, que también las había. Si yo viera todas tus ediciones de Cien años de soledad (seguro que tienes más de una), no lo reconocería; cualquiera de tus ejemplares no es el libro que me marcó y que yo marqué. En ninguno está señalada al margen la enorme frase que empieza en la página 395 y acaba en la 398. Ni pondría el día concreto que leí cada tramo, primera y segunda lectura (cada tanto, dice "11·11·88 -flechita-". Si yo mirara ahora otro ejemplar que no fuera el mío, no volvería a encontrarme jamás con esto: "Los puñados de tierra hacían menos remoto y más cierto al único hombre que merecía aquella degradación, como si el suelo que él pisaba con sus finas botas de charol en otro lugar del mundo, le transmitiera a ello el peso y la temperatura de su sangre en un sabor mineral que dejaba un rescoldo áspero en la boca y un sedimento de paz en el corazón".
Ni podría leer lo que relacioné al final del libro y en su momento:
"[...] Después de la alegría viene la soledad
después de la plenitud viene la soledad
después del amor viene la soledad
ya sé que es una pobre deformación
pero lo cierto es que en ese durable minuto
uno se siente
solo en el mundo
sin asideros
sin pretextos
sin abrazos
sin rencores
sin las cosas que unen o separan
y en esa sola manera de estar solo
ni siquiera uno se apiada de uno mismo
los datos objetivos son como sigue
hay diez centímetros de silencio entre tus manos y mis manos
una frontera de palabras no dichas
entre tus labios y mis labios
y algo que brilla así de triste
entre tus ojos y mis ojos [...]"
(MARIO BENEDETTI: Poemas de otros)
"[...] Raras veces resisten dos soledades juntas las palabras [...]".
(LUIS GARCÍA MONTERO: Diario cómplice).
"[...] Y aquí, donde tantas veces vine de la vida, con una ilusión de soledad musical, fresca y olorosa, estoy mal, y tengo frío, y quiero irme, como entonces del casino, de la botica o del teatro, Platero".
(JUAN RAMÓN JIMÉNEZ: Platero y yo)
Sin duda no tendría, sin esas marcas, la posibilidad de volver alguna vez a Cien años de soledad. Cierto que se pierde lo que no está subrayado y que seguro ahora marcaría pero es mi único modo de volver a estos amigos, que también los tengo, aunque pocos y muchísimos menos que tú y que cualquiera de esta taberna. Pero todos los que he leído, absolutamente todos, están marcados. No sé leer sin subrayar, sin hacer glosas al margen, sin poner el significado de palabras que no conocía. Muchas veces volver sobre mis libros y leer lo escrito o resaltado hace 5, 10, 20 años, me enseña más y me trae más recuerdos que si cojo el mismo título pero diferente ejemplar. Y me trae recuerdos no sólo del libro sino de mí misma y de quien yo era hace 20 años en este caso.
Lo siento, Chafa.
Besos de ésta, una maltratadora maleducada incorregible (aunque ya no leo y, viéndole el lado bueno, eso quiere decir que de alguna manera me he corregido).
(Irene, 23 de abril de 2008)
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