___________________________________________________________ Canal CONCIERTOS Irene Fernández

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martes, 25 de noviembre de 2008

Una gallina bataraza (CHAFA)

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Con tanta gallina picoteando por la Taberna, a mí se me vino a la memoria un domingo de gallinas o, más bien, de gallo, allá en Arkansas, cuando yo daba clases en un pequeño college privado en un pueblito perdido entre las montañas y los pinos. Creo que fue el 1997 esto. Abusando de su paciencia se los endilgo más que todo por traer de vuelta a mi gallo y mi bataraza. Y buen finde y un plácido Yom Kippur, a quien corresponda.


El departamento donde vivo está en un barrio prolijamente acicalado y realmente bonito; muchas de las casas datan de la segunda mitad del siglo XIX y algunas de antes de la Guerra Civil, "ante bellum" que le dicen. En mis caminatas matinales me entretengo, más bien me deleito viendo cómo los primeros rayos del sol iluminan las cornisas y las celosías reticuladas, encienden los biselados cristales multicolores de las amplias ventanas de las salas de estar y se derraman como agua entre las molduras de los frisos, los ataires y los alféizares de las ventanitas de gablete de la planta alta. Las proverbiales verjas blancas rodean jardines sombreados por árboles venerables y con el césped perfectamente cortado e inmarcesiblemente verde. Aquí todo es pulcro y bien cuidado; los visillos detrás de los cristales desde donde una viejita me atisba, sospechosa, pasar por su vereda; las bancas de madera que se mecen levemente colgadas por cadenas al cielo raso de los porches; las baldosas que, como saltanas* sobre el césped, conducen desde la puertita de la verja hasta las escaleras de la puerta principal; la vía pavimentada que une el garaje con la calle, y hasta la infaltable bandera norteamericana (y otras que empecé a ver hace unos años atrás y que muestran zanahorias o tulipanes gigantes, gatos, ositos y otras imágenes consideradas monas y simpáticas) proclaman una armonía y un bienestar de clase media a la "Norman Rockwell" e inherentemente estadounidense. Las calles de esta vecindad son umbrosas, amplias y, a esa hora crepuscular de la mañana, solitarias y plácidas en su cuadriculado silencio de adoquines. Sólo ardillas, pajaritos y palomas sacuden las alas, las colas y las hojas para deshacerse de los restos de la noche y de lo que queda de la luna veraniega; dos o tres veces vi a un gato trasnochador y atorrante acechando, desde un banquillo de piedra, los afanes y acicales tempraneros de un cardenal alborotado. Los domingos por la mañana como hoy, el rollo del periódico es el único detalle desprevenido en los porches, hasta que alguien en bata de baño o en piyamas y jarro de café en mano, sale, lo recoge, lo mete a su casa y restablece la armonía entre la arquitectura y la natura. Por donde se mire hay casas, árboles, verjitas, jardines; no se ven letreros impertinentes, ni tiendas en islas de cemento, ni máquinas de vender soda, ni automóviles estacionados a lo largo de las calles y al borde de las veredas. Ah… una iglesia episcopal, espigada, alta y elegante, de ladrillo naranja y ventanales blancos se yergue y oculta, entre la arboleda y el vicariato, una playita de estacionamiento para sus feligreses.

Si uno camina unas siete cuadras al norte bajo los árboles frondosos y hospitalarios, y después tuerce a la derecha hacia el viejo "downtown", se encuentra con una veredita de baldosas desiguales atosigadas por la grama, y una estación de nafta abandonada de ventanas tuertas y paredes descascaradas que conoció otras mañanas domingueras de café, periódico y tertulia; todavía le quedan dos bombas de nafta de esas que parecen faroles, y un letrero ovalado, rojo, verde y blanco, donde apenas se disciernen las cuatro letras de "ESSO". Un poquito más allá, después de unas paredes gastadas e indiferentes y desafiando el asedio de la grama, el signo aritmético de "igual" de un par de rieles abandonados y truncos, paradójicamente, lo lleva a uno a la desigualdad y a la miseria del barrio negro. Ésta no es una miseria de gueto urbano; este es un pueblito pequeño y mayormente rural, y el barrio negro refleja estas características. Las casitas son de madera, desvencijadas, con visillos de cotense, de arpillera u otra tela burda; los porchecitos desnivelados parecen que se desnivelan aún más con el peso de sillones cojos y destripados, y en sus patios o huertillos –que no se los puede llamar jardines en el sentido estricto— crecen, en democrática comunidad, geranios, girasoles, unas chacritas enclenques, tomates, calabacines, y pepinos lozanos y saludables. Una llanta que hace las veces de macetero o de columpio, rebalsa de florecitas proletarias –nada de rosales ni de jazmines por acá— o cuelga de la rama de un árbol y, en vez de banderas patrióticas o bacanas, aquí se enarbolan ropas requetelavadas y viejas que agobian una cuerda que hace panza, y proclaman la pobreza de los que las visten y las ensucian. Latas achatadas, botellas vacías, esqueletos de catres herrumbrados y otros cachivaches, completan el decorado y refuerzan el cliché. Es fácil, para los que no viven allí y no sufren la pobreza ni la discriminación, atribuirles a estas condiciones una especie de paz rural, un estado de inocencia bucólica o pastoral donde todos, como Huckleberry Finn, con su pipa de marlo y su caña de pescar, viven contentos y descalzos en armónico concierto con la naturaleza. Parece que la pobreza rural es menos cruel que la pobreza urbana. La ciudad es despiadada o indiferente y, al fin y al cabo, nadie –o pocos— que viva en los guetos de Nueva York, Filadelfia o Chicago, piensa mucho o tiene tiempo u oportunidad para tomates, girasoles y columpios de llanta.

Bien; hace unos tres domingos que, durante una de mis caminatas, descubrí el barrio negro que aquí es pequeño (unas cuatro o cinco manzanas), inconspicuo y “lejos del mundanal rüido”. Yo pensé que me había encontrao con él de casualidad mientras caminaba bajo los robles y los olmos medio distraído y envidiando a las ardillas y a las palomas, pero después me di cuenta de que la casualidad no es sino otro de los nombres y las ropas con que se disfraza el destino; algo me llevó para allá, algo me condujo a dar la vuelta a la esquina, a continuar por la estación de nafta y, finalmente, a pasar por el “igual” de los rieles truncados al otro lado de la inecuación. Una vez allí, caminé paseando por las casitas que les digo, unas más viejas que las otras, otras más atiborradas de cachivaches que de plantas. Ahí se ven coches viejos y nuevos, como abandonados al lado de las casas, o estacionados sin cuidado en las calles sin veredas... Una de esas calles se eleva en una lomita suave y, luego, desciende a una especie de cañadita y a unas casas con árboles grandes y huertitos pequeños y, después de correr unas tres o cuatro cuadras, desemboca humildemente en el centro del pueblo o “downtown”. Bajando la cuestita como media cuadra más o menos se ven con más detalle los tomates, los chacrales y los muladarcitos. Estaba yo al pie de la cuesta, depués de trastornar la loma observando esas cosas con curiosidad y con cierto reconocimiento o inconsciente sentimiento de ‘deja vu’, cuando de pronto y si esperármelo, del lao de mi nuca y oculto en los matorrales de una casa, ¡escuché cantar un gallo! ¡Un gallo man! ¡Vive Dios… Yo sé que para muchos de ustedes ese canto ha de ser rutinario, cotidiano, ordinario… Pero para mí que, hace años, lustros, décadas que no escucho un gallo “en vivo y en directo”, este canto fue una revelación y un anuncio comparable a la angélica trompeta del Juicio Final!... Es curioso cómo cierto sonido o sabor u olor o imagen nos arranca sensaciones que, por falta de uso u ocasión, estuvieron dormidas por años en el fondo del corazón. A mí el canto de este gallo madrugador e invisible me arrancó una mezcla de alegría y vergüenza, de curiosidad y pena, de familiaridad y temor… qué sé yo, algo así como lo que sentíamos al ver a la noviecita primera, al otro día, después del primer beso. Algo así. Inmediatamente empecé a rumbiar al gallo esperando que me orientara con su canto; me volví en mis pasos hasta que llegué a la esquina, la agarré por una calle que me parecía la del gallo y, después de media cuadra más o menos, pasé un cerco de madera chueca y apolillada y ¡oh… maravilla!... No, no estaba el gallo, no, pero en un campito despejado, bajo un árbol grande y cerca de unas canastas y lo que parecía un galponcito en miniatura, había cuatro hermosas gallinas verdaderas y honestas, picoteando y escarbando la tierra como sabían hacer las gallinas de mis pagos y como hacen –ahora lo sé— todas las gallinas del universo si se les da la oportunidad y la libertad correspondientes. Dos giras, una canela y una bataraza, caminando lentamente entre escarbes y sacudiendo la cabeza o torciendo el pescuezo para ver mejor las vainitas que buscan y comen las gallinas. Enseguida, de no sé dónde (yo estaba absorto con las gallinas) apareció el gallo, giro también, alto, elegante, bien plantao, con su metálico plumaje de oricobre chispeando en su pecho de obsidiana; un gallo taita y guapón. Me vio, aleteó un poco, estiró el cogote y me regaló un hermoso canto, clarito como cristal, transparente y así de reluciente y fino. Parece que el aleteo y el canto despertaron a un perro que había estao durmiendo bajo el árbol y que yo no había visto antes; era un choco pardo, lanudo y chicón, amarrao al árbol con una soga larga y flecosa. El perro se incorporó, se estiró un poco, me miró medio soñoliento por unos dos o tres segundos, y decidió ladrar sin ganas y sólo por cumplir con su obligación con el Estatuto y Protocolo Internacional del Perro... Lo lindo de todo esto es que, por esos mágicos instantes, ese domingo de mañanita un lotecito en un pequeño pueblo de los Estados Unidos de América, se convirtió en un pedazo de mi infancia y de mi pago. El árbol −que sería un roble, no sé− se me llenó de las flores moradas del jacarandá, las florecitas del enmarañado traspatio se volvieron campánulas, tacones, pananas y verbenas, y el perro, el gallo y las gallinas se volvieron esenciales, elementales, eternos, universales, exactamente como los que conocí y como los que ese mismísimo domingo, no tengo la menor duda, andaban escarbando la tierra del pago donde nací y cobijándose bajo los mismos árboles que cobijaron mi infancia… Me quedé ahí un rato, respirando quedito y parpadeando menudo porque se me estaban humedeciendo los ojos y traía la piel como la de las gallinas que me tenían encandilado a pesar de la luminosidad de la mañana…

Se me hizo cuesta arriba volver a la trabajada pulcritud de mi barrio, a mi departamento y a la seudo realidad de la televisión y los periódicos dominicales. Y, a pesar de que lo hago todas las mañanas desde hace años, esa mañanita de domingo en Arkansas no tuve el coraje ni las ganas de cebarme un mate. ¡Que lo parió!

* saltana. (De saltar). 1. f. NO Arg. Piedra, madera, etc., que se pone a trechos en la corriente de un río para pasar

(El Chafa, 25 de septiembre de 2004)

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