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sábado, 8 de marzo de 2008

El trompo de don Tiburcio (CHAFA)


De niño yo tuve la buena ventura de ver nacer un trompo del corazón de un naranjo...


Sin que nadie supiera quién lo ordenaba, y sin que a nadie le importara mucho, en las calles de mi barrio, alrededor de la fuente de la plaza y bajo la mirada de bronce de sus angelitos culones, en el atrio de la catedral y en los recreos de la escuela, todos nosotros aparecíamos un buen día de Dios con los mismos juegos y juguetes. Este inconsciente y colectivo convenio se llamaba, entre nosotros, "tiempo de...". Había tiempo de bolitas, tiempo de baleros, tiempo de runrunes, tiempo de billetes, tiempo de trompos... Algunos de estos "tiempos" --no muchos-- estaban pre ordenados, ahora me doy cuenta, por la voluntad del viento (tiempo de barriletes) o los designios del verano, cuando los molles se cargaban de racimos verdes como loros y suplían los proyectiles para el tiempo de cerbatanas. Pero los otros tiempos aparecían por sí solos y, si obedecían a un ciclo arcano o a la voluntad de los duendes, es un misterio que nunca he podido desentrañar.

Una vez, por ejemplo, una tía gorda y olorosa a jabón Palmolive me trajo de uno de sus frecuentes viajes a Tartagal una redecilla amarilla llena de bolitas multicolores y flamantes. Entusiasmado y optimista con mi regalo, yo traté de iniciar un "tiempo de bolitas" entre mis amigos y compañeros de escuela. La cosa no funcó, por supuesto; yo estaba --sin saberlo-- tratando de romper una de las reglas inescrutables que regían los tiempos, y estas reglas ordenaban ceremonias y rituales pertinentes. En el tiempo de barriletes, por ejemplo, la búsqueda y elección de las cañas más rectitas en el cañaveral de la banda del Guadalquivir, la elaboración del engrudo (ni muy espeso, ni muy chirle), la compra de papel de "seda" en la librería "Renacimiento" de don Cecilio Forti y del piolín en las tiendas de la recoba, etcétera, eran un introito necesario para la construcción y final elevación del barrilete en las alas del viento tibio del otoño.



El tiempo de trompos exigía otras demandas y --sobre todo-- la ineludible y habilidosa intervención de don Tiburcio, tornero viejo y desdentado que tenía su taller en la remota calle Ancha, no muy lejos del camal municipal.



El altar torno de don Tiburcio, demandaba ofrenda y sacrificio. La ofrenda: un tronco de buena madera (palosanto, naranjo, nogal) sin nudos, no muy grueso y rectito. El sacrificio: impulsar, por medio de una manija gastada y pulida por el tiempo, una rueda grande que, conectada a otra chiquita por una polea quejumbrosa, hacía girar y cantar al torno a unos tres metros de distancia. El aparato era fabuloso; parecía una enorme araña de madera montada en una bicicleta decimonónica: ruedas, poleas, rueditas, tientos, correas, pinzas, tenazas, ganchos, en fin... Pero don Tiburcio era un artesano magistral y un comerciante avezado. Los chicos que no queríamos o no podíamos comprar un trompo, le traíamos un tronco y, si la oferta pasaba el escrutinio y la bendición del maestro, vos te quedabas con un trompo y él con el resto de la madera que ocultaba en su corazón la promesa de dos o tres trompos más. Don Tiburcio los vendía literalmente calientes, recién nacidos del torno como el proverbial pan recién salido del horno. Y no era cosa de asumir que el negocio se iba a concertar y concretar en seguida, no: la calidad de la madera, la condición del tronco y la impredecible voluntad o el humor del maestro tenían mucho que ver con tu fortuna y con las posibilidades de participar en la creación y disfrutar la posesión de un trompo de don Tiburcio. Una vez (no quiero dar detalles del cómo, porque todavía me avergüenzo del crimen) me agencié un hermoso tronco de naranjo, suavito y sin nudos por ninguna parte y bueno pa' por lo menos tres trompos.

No tomó mucho tiempo pa' que don Tiburcio, con un cigarro anisao colgado de su boca desdentada, aprobara la ofrenda y, bajo la magia de sus manos y el sudor de mi frente, el olor del naranjo y su canción de madera herida se materializaron en un hermoso trompo. Ese tiempo de trompos fue para mí el mejor de todos, y creo que el más corto, casi efímero.


Otra cosa impredecible de "los tiempos" era que desaparecían --como habían llegado-- súbitamente, sin perceptible síntoma, y te abandonaban sin previo aviso; como el amor de juventud, má o meno. Una noche, sin embargo, con amarga dulzura percibí que ese tiempo de trompos no iba a amanecer con el sol del día siguiente. Se había acabado para siempre. Me di cuenta de ello, después de acostarme y apagar la luz, cuando, iluminado por la luna chapaca, vi mi trompo reclinado en mi mesita de noche, cónico y callado y con un clavito clavado en su centro como el corazón blanco de mi infancia. (El Chafa, publicado en noviembre de 1997 en http://www.puebloindio.org/el_Trompo.htm).

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