___________________________________________________________ Canal CONCIERTOS Irene Fernández

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jueves, 15 de marzo de 2012

El Contra Aleph (CHAFA)

Estoy convencido de que en mi departamento hay algo, un lugar quizás, a lo mejor una zona como el Triángulo de las Bermudas, que se traga mis cosas para siempre. El asunto empezó inofensivamente el febrero pasado; en esa ocasión, les recuerdo, deploré públicamente en esta lista la pérdida de un martillo:

«... el otro día, cuando decidí mudar un lindo mapa de América del Sur desde donde colgaba sobre unos de mis anaqueles, a la pared vecina a mi mesita de ajedrez, ¡ahijuna grandísima!, no pude encontrar mi martillo por ninguna parte. Es cosa de Mandinga, por seguro, porque no hacía días que lo había usado pa' colgar unas pailas y ollas de cobre del techo de mi cocina, y el martillo no tenía ningún motivo o razón para hacerse perdiz. Por otra parte, mis cuarteles de invierno no son tan extensos como para que se pierda algo en aposentos, bodegas o galerías; bueno, quizá lo sean para estándares de vivienda soviéticos o hongkonguenses pero, en realidad, son más bien pequeños y modestos...».

El martillo de marras se perdió para siempre, yo continué con mi vida diaria, y el mundo sigue andando pero, a pesar de que Boca salió campeón de campeones (¡grande, Boca!), el changuito Elián está donde y con quienes debe estar, y mañana, en la casa de mis compadres santafecinos Juan y Nora Marcos hay un
asao bárbaro festejando la fundación de Tarija, la independencia de Estados Unidos, la independencia de las Provincias Unidas del Río de La Plata (9 de julio) y el vigésimo séptimo aniversario de mi segundo trasplante renal, las cosas no son lo que parecen ser pues, aunque el poeta* proclame que

the lark's on the wing;
the snail's on the thorn;
God’s in his heaven—
all’s right with the world!

no «all's is right in the world»; no todo está bien en el mundo, ni hay armonía en mi universo porque, hace cuatro días o algo así, eché de menos una corbata de pajarita marrón a pintitas blancas que quería ponerme pa’ ir a la misa del domingo; la busqué por todas partes, ¡y naranjas!... de modo que me quedé más intrigao que curioso, y me fui a la misa con una corbata regular y colgante. El domingo, después de la misa y al volver del periódico y el café con leche (bueno, algo por el estilo) en la librería acostumbrada, la cosa se puso color de hormiga y la intriga se hizo desazón pues, ya en casa, cuando fui a consultar mi Enciclopaedia Britannica para verificar un detalle de la vida de Clodia, la amante de Catulo dizque y, de paso, consultar un dato acerca de los orígenes de la riña de gallos («cockfighting»), ¡no encontré el volumen IV! Los números se me saltean del «III: Bolivia to Cervantes» al «V: Conifer to Ear Diseases»; nada de Clodias ni de cockfights y nada de sabe Dios qué es lo demás que contiene —entre Cervantes y coníferas— el desaparecido volumen. Lo busqué, primero con los ojos, revisando los números de los volúmenes y, después, repetí la operación, rozando levemente los lomos con el índice de la mano derecha y... ay... ¡cuitado de mí!... No solo no encontré el volumen IV sino que, con la boca seca y las manos húmedas, comprobé que también me faltaba el volumen XIII, que contiene información clasificada entre «New Jersey» (que es donde termina el XII) y «Peking» (donde comienza el XIV),
¡fijate vos! Ahora, si algunos de ustedes, lectores perspicaces y agudos huelen por aquí —con esto de tomos de enciclopedias perdidos, lugares misteriosos y demás cosas— un hálito Borgiano, es porque sí lo tiene y, no solo eso, pues «conjeturo» (como diría el Maestro) que en este mi viejo departamento hay, repito, una especie de Triangulo de las Bermudas o de hoyo negro; un abismo infinito, un vórtice irretornable donde mis posesiones caen y desaparecen para siempre jamás. Ahora, con temor, sospecho que este lugar donde se pierden mis cosas es completamente contrario —y a pesar de eso relacionado— al que se encontraba en el sótano de la casa de Carlos Argentino Daneri en la calle Garay en Buenos Aires, y al que Borges llama el Aleph; ese lugar que es «una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor», es «el lugar donde están, sin confundirse y al mismo tiempo, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos». Y aquí me encuentro yo, a principios del año fiscal 2000, a seis meses del verdadero siglo XXI, y al borde, quizá, de un hoyo negro o de un ano (sin tilde) súper cósmico y requete contra-Aleph que, si usamos la última letra del alfabeto hebreo, vendría a llamarse un Taw. O un Omega, al Alpha de los griegos. Pero como el optimismo a menudo se confunde con la burrera, yo, optimista, les quería encomendar que si alguno de ustedes en sus andanzas en «ventas de garaje», en sus rondas por librerías de viejo, o en una de sus urgencias cleptómanas en la casa de un amigo se encuentra con los volúmenes citados, me los agencie y me los haga llegar con premura. Quizá yo pueda completar mi ahora truncada enciclopedia otra vez (de la corbata no me preocupo mucho; tengo más), antes de que el Taw, después de devorar todos mis bienes que son pocos, me morfe a mí también y para siempre. Si ocurre esto, dejaré de escribir estas noticias para jolgorio de unos pocos que se inquietan con mis notas, y para la justificada indiferencia de los más, que me leen y me toleran.Feliz 4 de julio y bendito sea el Capitán don Luis de Fuentes y Vargas.

Como agua de manantial

P.D. Lo del martillo, la corbata, y los volúmenes de la Británica es absolutamente cierto; la pura verdad. Intrigante, ¿ja?

*Robert Browning, 1812-1889

(El Chafa, año 2000)

jueves, 1 de marzo de 2012

Donde quisiera estar (CHAFA)

Donde quisiera estar si no estuviera donde estoy

(Deudor soy, por el título de estas añoranzas a: Lo que me gustaría ser a mí si no fuera lo que soy, de César Bruto, citado en el prólogo de Rayuela del hermano y Cronopio Mayor Julio Cortázar).

Si no estuviera donde estoy, yo...

Quisiera estar en una umbrosa y fragante quinta de una íntima esquina de ceibos y Santa Ritas del barrio de «El Molino» cuando la fragancia de los jazmines se entrevera con el aroma del asao y las ilusiones y desilusiones vuelan desde el culo de la taba hasta las caderas de las guitarras.


Quisiera estar en la sala de mi casa solariega y asoleada, llena de ventanas, desde donde dos amigos y yo atisbamos a la Cuquila, la Anita y la Charo que balconean, sonríen y se ruborizan en los balcones y entre los alfeizares y las palomas de la casa vecina porque saben que nosotros las estamos atisbando y pensamos invitarlas a la fiesta de año nuevo.

Quisiera estar entre las macetas del patio anochecido de mi tío Luis Echazú con mis compadres Antón, Robertito Echazú, Oscar Alandia, los Édgares Ávila, Los Cantores del Valle, la Maritza, la Emita, y la María Angélica, que con su voz de durazno y su presencia de luciérnaga, me persuade a tomar menos vino y me instiga a comer más humintas.

Quisiera, en una de esas tardes de diciembre y arco iris, estar sentao en un banco de la plaza donde el sol se demora un poquito más y se sienta a descansar antes de despedirse del día e irse a acostar tras del Chijmuri entre sus recién lavadas sábanas de nubes blancas.

Quisiera, camino al mercado de mañanita a comprar pan, tropezarme con la adoración chapaca de un Niño Dios callejero, que me deje el aroma de sus nardos y el eco de su bombo en el corazón.

Quisiera estar metiu hasta el gaznate y el alma en el agua elemental de mi río, sangre y semen de mi valle, cuando hinchau y macho, pasa por el pueblo trayendo y llevando las lluvias de diciembre, las raicillas de La Vitoria, las amancayas de Erquis, las quirusillas de Sella, las tonadas de año nuevo, las lágrimas de mil sauces llorones y el bendito y fecundo barro de mi tierra.

Quisiera estar, la mañana de año nuevo, badulaqueando por el barrio de «San Roque» buscando amor que no tenga dueño, y parar en lo de doña Felipa Trujillo a comer un ají de patas y a tomar una pata ‘e cabra pa’ mantener a raya al chaqui y dar pábulo a la conjetura, los chismes y la censura de las respetables madres de nuestras amigas y novias.

Quisiera estar en la villa de San Lorenzo, una
mañana de Pascua Florida, enredao en coplas y trenzas, mientras con esfuerzo y entereza me tomo otro vaso de vino y, pa’ mis adentros, me digo: «a estas alturas, ¿qué le hace una raya más al tigre?»,
sabiendo que lo voy a lamentar para siempre entre la sed, el calor, y el increíble dolor de cabeza del chaqui vengativo a eso de las diez de la mañana. Quisiera, al pasar por una de esas peluquerías de mi pueblo, abiertas a la calle, a la mañana y a la vida, escuchar desde la radio al maestro Falú cantando:

Algarrobo, algarrobal
cuando florecen tus ramas
me dan ganas de llorar
Me dan ganas de llorar
seña que viene llegando
el tiempo del carnaval...




E irme a almorzar a mi casa presintiendo en el aire y en la lengua la chapaca picardía de la quilquina y la diablura de los ulupicas.
Eso quisiera, pero es al cuete y me quedo pensando que otra vez florecerán las ramas de los algarrobos en Tarija, mientras cae la nieve en Iowa City…

Bézoz a tódoz

Chafallo
(19 de mayo de 2011)

Muchas de las fotos son de Sergio Javier Ruiz Ballivián.
.

lunes, 20 de febrero de 2012

Mi plaza (CHAFA)

Zoco se llama en Toledo, o zocodover. En la ciudad de México le dicen el zócalo. Viene el árabe «suq», que quiere decir mercado. En Toledo, el zoco es un mercado, en México D.F. el zócalo es la plaza de armas. Los árabes, que tenían fuentes y patios bellos, como todo el que ha tenido la dicha de visitar la Alhambra lo sabe, no sé si tenían plazas. Tenían bazares y mercados y allí, además de comprar, vender y regatear, se iba a conversar.

En la villa de mi valle se iba al mercado a comprar recao, a comer saice, a tomar raspadillos y, por supuesto, a conversar. Las mochas de casa grande (¿quedarán algunas?) con la cara bien lavada y con los delantales limpios, conversaban en el mercado, de mañanita y agarradas del dedo meñique. Nosotros al mercado también lo llamábamos recova que viene del árabe «rakuba» (de donde también viene «recua»).

La plaza, me im
agino, es una invención universal como el pan y, como el pan, tiene diferentes sabores y funciones en diferentes partes el mundo. Los griegos, que siempre andaban callejeando, y a menudo conversando, se juntaban en el ágora que era la plaza pública. Los romanos tenían el foro y ellos fueron los que nos dieron el nombre de plaza («plattea»: calle ancha). Los españoles, que heredaron de los romanos y de los moros buenas y malas costumbres, nos trajeron la plaza como la conocemos hoy en muchas villas de nuestra América. Sería que primero la plaza fue un lugar para aposentar a la soldadesca y plantar la bandera y se llamaba la plaza de armas (aún se llama así en muchos lugares), pero después la plaza se hizo el centro y el alma de las villas y, alrededor de ella, se edificaron las catedrales, las audiencias y las casas solariegas.


Mi infancia y mi juventud están inextricablemente ligadas a mi plaza. Por muchos años la plaza Luis de Fuentes y Vargas fue la primera cosa que veía al despertar y la última antes de dormirme.

Era como mi patio, pues la casa solariega estaba en la esquina y siempre con sus puertas y sus balcones abiertos a la plaza. Pero yo no era la excepción; todos los tarijeños de entonces tenían un apego casi obsesivo a la plaza. No conozco plaza más querida, más usada, más acogedora, que la plaza de Tarija. Es que en la plaza, bajo sus palmeras y la ciega mirada de bronce de los angelitos culones de su fuente, ocurrían todas las cosas trascendentales de la vida. Uno, de chico, aprendía a dar sus primeros pasos allí. Después mayorcito, pasaba orondo y marcial en el primer desfile patrio, bien peinao y prisionero en la corbata nueva y el mandil almidonao. Más tarde, las dichas y las penas del primer amor manaban desde los ojos de una muchachita que, como la fuente, se encontraban en la plaza: allí era donde nerviosamente se musitaba la primera declaración de amor (¿todavía se «declaran» los jóvenes? ¡Ojalá que sí!). Y con suerte, después del consabido «lo voy a pensar hasta mañana», en un banco de la plaza, entre el olor de los azahares y la complicidad de las palomas, se ensayaban los primeros besos furtivos.


Era en la plaza donde dábamos el último adiós a la novia de vacaciones o donde la veíamos regresar con el olor de las lluvias y el color del verano en la piel. Allí planeábamos las serenatas y allí se desbocaba el carnaval en una algarabía de cuecas esquineras. Y también en un banco de la plaza (quizás el mismo de los primeros besos) o dando las innumerables vueltas vespertinas la ingrata, ¡amalaya!, nos decía: «es mejor que quedemos como amigos»...

Después del verano, la plaza se quedaba tranquila, callada y un poco solitaria. Era más nuestra entonces, y más íntima. Era grato, gratísimo, sentarse en uno de sus bancos a tejer nuestras ilusiones con el humo del cigarrillo compartido: era como dormir

entre sábanas limpias o el olor del pan tempranero. En las esquinas del otoño, doña Jacinta —reina entre sus canastas sapas— se instalaba a vender vasos de maní, naranjas y limas de oro y ajipas enormes y coludas, como las ratas que tenían la fortuna y el buen sentido de vivir en las palmeras de la plaza, robustas y saludables en una generosa dieta de dátiles.
En la plaza se concertaban los negocios más recónditos y las intrigas más oscuras, y se comentaban las noticias más triviales y las más trascendentes. Los entierros más solemnes y las revoluciones más remotas pasaban por la plaza. Las procesiones de rigor, la Dolorosa y su Hijo, la noche del Jueves Santo sangrantes y contritos, o radiantes y renovados bajo los arcos perfumados que los chapacos traían de la vega, la mañana del Domingo de Pascua, pasaban por la plaza. El santo patrono San Roque, flotando en un río multicolor de chunchos, bajaba desde su iglesia hasta la plaza cuando la primavera de setiembre explotaba entre los jacarandás, las camaretas y los hermosos ronquidos de las cañas chapacas. Las retretas de los jueves y domingos, y las colegialas con sus cuadernos abrazados sobre el pecho (así solían andar las colegialas), como protegiendo la promesa de su virtud, pasaban por la plaza... Y en los bancos del oriente de la plaza, los patricios tarijeños se sentaban a despedir al sol que, apacible y tibio como sus vidas, se perdía en el horizonte tras la cuesta de Sama.

Yo he visto muchas plazas en mi vida de gitano: grandes y famosas; pequeñas y triviales. Plazas polvorientas con un solo árbol desterrado y plazas llenas de robles y ensordecedores trinos. Plazas con niños y payasos, con globos y perros, con campanas y palomas. Las he buscado y visitado minuciosamente en todas partes. Ya no más. Es inútil, porque me di cuenta que andaba buscando algo que no podía encontrar.
Les andaba buscando el alma.


Bézoz a tódoz.

(El Chafa, año 2000, aprox.)

Casi todas las fotos proporcionadas por Sergio Javier Ruiz Ballivián