___________________________________________________________ Canal CONCIERTOS Irene Fernández

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sábado, 14 de junio de 2008

El Lalito o El silencio de los camellos (CHAFA)


El Lalito (añísimos más tarde, cuando volví al pago, lo vi ya hecho y dicho Eduardo, taciturno casi hasta la inconsciencia, sentado junto a la mesa donde dos de mis sobrinos andaban jugando al truco con el Gringo Limón y el Chacho Azurduy) cuando los dos éramos changos, no sé por qué me agarró un apego casi canino.

Me iba a buscar en los recreos de la escuela, me seguía hasta la puerta de mi casa después de salir de la escuela y, cuando no había escuela, siempre andaba conmigo o detrás de mí. La cosa es que el Lalito, desde chango, no hablaba mucho y decía menos. Oh sí: hacía bailar un trompo como el mejor, remontaba los barriletes hasta más arriba del barrio donde juegan las golondrinas, y jugaba a las bolitas (canicas que les dicen en México, creo) con elegante estrategia y cálculo, y ganaba. También robaba duraznos y membrillos semi maduros en las quintas pertinentes y conocidas e iba a bañarse y nadar al río como un renacuajo, como todos nosotros, pero no hablaba mucho. Las más de las veces, cuando estábamos los dos solos sin hacer nada (digo sin los soldaditos de plomo o el Mecano o el trencito Lyonel o las consabidas revistas o el "Tesoro de la Juventud", solos ahí, sin hacer nada) se sentaba a mi lado y se quedaba mirándome nomá, sin decir palabra. No me hubiera molestado entonces que se quedara ahí callao y sentao, pero sin mirarme. La mirada esa del Lalo, según mi interpretación, demandaba palabras, quería un reconocimiento de su presencia, parecía invitar al imposible diálogo sin contribución alguna que, por esencia y definición, sale a ser un monólogo o un soliloquio. ¡Macanas! Hay gente que es así, hay gentes que son así y, en los últimos años, me he visto más y más asediado por esta lalitez.

Todos hemos pasado por esos momentos en que en dúo o en grupo, el diálogo o la conversación de pronto se corta: ¡clic!…, o desaparece como agua en el inodoro: ¡sluuurp!, y queda un hueco, un bloque enorme de aire vacío y lleno de sonoro silencio, y uno --boludo-- cree que es el único llamado a poblarlo de palabras amenas; el único por vocación, obligación y "por arte de buena educación", porque a uno, boludo, siempre le han gustado las palabras y sabe que las palabras --que son el pomo donde va el veneno de la vida y la savia por donde circula la envidia y la flor por donde se muestra la raíz de la maldad-- también son el pan de la amistad, el queso y las aceitunas de la verdad y el vino del amor, y uno se siente responsable de que ahora la caravana, de pronto y por su culpa, se encuentre cruzando el desierto sin agua, sin pan sin vino sin aceitunas y sin queso, y tan pronto se llegue al oasis, mejor y gracias, porque allá se van a olvidar de que fuiste vos el que los llevó por esa ruta, pa' empezar.

E imagínense cómo se siente uno cuando lo asedia la lalitez en el teléfono. Porque no estoy hablando de esos silencios compartidos y necesarios de amantes, esos de mano en el muslo, cabeza en el hombro, corazón en el oído, murmullo de tripas trabajando y hasta el furtivo pedo no invitado, no. Esos silencios, sin embargo, requieren el contacto físico o visual aunque se los comparta de sillón a sillón y de vez en cuando la vista viaje de la revista a la ventana o a la mancha en el cielo raso que te recuerda la siluetas de un animal o el mapa de un país desconocido (¿un camello bajo una sombrilla; el reino del Preste Juan; la Atlántida buscada?). Pero ¿en el teléfono? En el teléfono es diferente porque uno se imagina que por ahí y de repente, por ahí, al otro lado de la línea, la Guardia Civil o la Policía Secreta o el amante o el cónyuge imprevisto han capturado a tu interlocutora y la tienen por las axilas atolondrada, en vilo y sorprendida o, lo que es peor aún, tu interlocutora, en vez de hablar con vos, se está examinando minuciosamente las cutículas o escarbando los dientes pos prandiales o macaneando la paciencia con el ratón electrónico o el tocadiscos cercano. Así es la gente y así es la vida.

Hay más pero por acá hay olor a pizza y las gordas de costumbre (cuando digo gordas estoy diciendo gordas, ni minas como dicen en mis pagos, ni viejas (?) como dicen en México, sino gordas) están yendo, alborozadas, al lounge de la oficina. Debe de ser la hora de almorzar. Por lo menos ellas saben ocultar esta lalitez con la boca llena de pizza o hamburguesas y vasos enormes de leche con helado de vainilla y chocolate, mezclado y batido con bananas.

Me voy a almorzar.

(El Chafa, 29 de julio de 2004)

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